José de San Martín: mucho más que el héroe de los Andes
Por Aníbal Germán
Torres (*)
“Hasta hoy mi suerte había sido feliz, pero acabo de tener el primer y el mayor pesar que me podía mandar el cielo: la muerte de mi amado tatita. El clima de Bulogne, tan frío, húmedo y poco adecuado a sus años, ha precipitado su enfermedad. Bajo otro cielo más benigno estoy convencida de que mi cariño y mis cuidados hubieran prolongado una existencia que apreciaba más que la mía. El cariño de Mariano y las niñas me harán más llevadera esta pérdida irreparable. El tiempo, que todo lo calma, suavizará, yo lo espero, el profundo dolor que hoy siento”
(Mercedes San Martín, Bulogne-sur-Mer,
agosto de 1850)
Según se afirma, “posiblemente nadie haya amado tanto a San Martín como su hija Mercedes” (2), quien había nacido en Mendoza, cuando el Gran Capitán se había instalado allí para organizar el célebre cruce de los Andes.
La vida de San Martín y la de su única hija transcurrieron
a un lado y a otro del Atlántico. A finales del siglo XVIII, sus padres, oriundos
de la región de León, se instalaron en Yapeyú, en la actual provincia de
Corrientes. Allí, en esa pequeña localidad que había pertenecido a las misiones
guaraníticas fundadas por los jesuitas, el 25 de febrero de 1778 nació José
Francisco. La familia San Martín volvió a España, donde José proseguiría sus
estudios hasta que, siendo muy joven, comenzaría su carrera militar en el
ejército español, resistiendo la invasión napoleónica. Admiraba el genio
militar de Bonaparte pero no compartía su proyecto y su praxis imperialistas.
Tengamos en cuenta que la convulsión política y social
no sólo sacudió a la península ibérica sino a los territorios americanos, donde
empezaron los movimientos para sacarse de encima el dominio del imperio
español. En ese contexto se inscribió nuestra Revolución de Mayo de 1810, con la
instalación del primer Gobierno patrio. Del otro lado del océano, San Martín y
otros americanos que se encontraban en Europa, tomaron contacto con las
sociedades secretas, las llamadas “logias”, imbuidas del ideario político de la
Revolución Francesa (contrario al absolutismo monárquico) y de la promoción del libre comercio. Decidido a luchar por
la libertad de su patria natal, San Martín se embarcó en Londres rumbo a Buenos
Aires, arribando en 1812 a lo que por entonces era tan solo una “gran aldea”.
Reconociendo el talento militar que había demostrado
peleando en el ejército español, las autoridades argentinas le encargaron la
formación de lo que acaso sea su obra más personal y perdurable: el Regimiento
de Granaderos a Caballo. Éste tuvo su bautismo de fuego el 3 de febrero de
1813, en San Lorenzo, donde desde el histórico convento franciscano de San
Carlos, las divisiones encabezadas por San Martín y el Capitán Justo Bermúdez
vencieron al enemigo realista español. Fue el bautismo de fuego de los
Granaderos y el único combate de San Martín en suelo argentino. Si no hubiese
sido por la ayuda heroica del Sargento Juan Bautista Cabral, la vida de San
Martín hubiese terminado a partir de ser aplastado por su caballo. Más tarde, a
la sombra del pino histórico, escribió el parte de guerra, “bañado en su propia sangre y cubierto con el
polvo y el sudor de la victoria”, en palabras de Bartolomé Mitre en su
imponente Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana (1887).
Más allá de los encontronazos con las autoridades de
Buenos Aires (que no pocas veces le mezquinaron apoyo), San Martín,
sobreponiéndose de a ratos a la (mala) “salud de hierro” que lo acompañará toda
su vida, comenzará a desplegar la magna estrategia política y militar para
liberar a medio continente: tras constatar las serias dificultades de avanzar
por el norte hacia el Alto Perú (donde los Generales Manuel Belgrano y Martín
Miguel de Güemes, junto con sus tropas, habían dado lo mejor de sí mismos), se
dio cuenta que lo más inteligente (aunque no libre de enormes dificultades) era
llegar a Lima, el corazón del imperio español en Sudamérica, cruzando los Andes
y luego arribar por mar al Perú.
Pero para esto no bastaba con tener Gobierno patrio,
sino que faltaba algo más: declarar la independencia nacional. Sólo el ejército
de un Estado soberano podía liberar a los hermanos Chile y Perú. Por eso San
Martín, desde su rol de Gobernador de Cuyo, hará todo lo posible para que se
declare la independencia, lo que ocurrió en Tucumán, el 9 de julio de 1816. Una
vez logrado este objetivo, allí pudo terminar de prepararse lo que iba a ser el
cruce de los Andes, la gesta por la cual sería comparado con Aníbal y Napoleón.
Destaco el rol de figuras fundamentales para esa empresa heroica: el Fray Luis
Beltrán, llamado “el Vulcano con sotana”, quien desde el campamento del
Plumerillo puso todo su conocimiento científico y tecnológico al servicio del
ejército, el ingeniero José Antonio Álvarez Condarco, cuya memoria prodigiosa
permitió el relevamiento cartográfico de los pasos a través de la cordillera, y,
lideradas por Remedios de Escalada (la esposa de San Martín), las damas
mendocinas, de gran capacidad organizativa, como lo demostraron en la
confección de la bandera del Ejército de los Andes.
A partir de 1817 la biografía de San Martín se
mezcla con los hechos más notables de Sudamérica, liberando a Chile y Perú y
propiciando sus respectivas independencias. La gesta política y militar tenía
también su componente cultural: de la Biblioteca personal del General, se
fundarían bibliotecas en Mendoza, Santiago y Lima, lo cual hace honor a la preocupación
que tenía San Martín por la educación, como lo plasmará también en las famosas
“máximas” a Mercedes, combinando disciplina, ternura y solidaridad, a través de
expresiones como “Acostumbrarla a guardar un secreto”, “Inspirarle
sentimientos de indulgencia hacia todas las religiones”, “Dulzura con los criados,
pobres y viejos” e “inspirarle amor por la Patria y por la Libertad”.
Al cabo de una década en suelo americano, tras el
enigmático encuentro de Guayaquil con Simón Bolívar, el héroe de la Gran
Colombia, nuestro prócer decide, contra todo pronóstico, abandonar la vida
pública y retornar a la Argentina, convencido de que “Bolívar y yo no cabemos
en el Perú”, según dirá. Al respecto de esa cumbre, de la cual San Martín prácticamente
guardó silencio durante toda su vida, a través de dos personajes, Jorge Luis
Borges escribió: “Las explicaciones son tantas… Algunos conjeturan que San Martín cayó en una celada; otros, como
Sarmiento, que era un militar europeo, extraviado en un continente que nunca
comprendió; otros, por lo general argentinos, le atribuyeron un acto de
abnegación; otros, de fatiga. Hay quienes hablan de la orden secreta de no sé
qué logia masónica”. Dice el otro personaje: “Observé que, de cualquier modo,
sería interesante recuperar las precisas palabras que se dijeron el Protector
del Perú [o sea, San Martín] y el Libertador” (3), como también se le decía a
Bolívar.
En 1824, tras visitar la sepultura de Remedios, su amada “esposa y amiga” que falleció a los 25 años, partió con su pequeña hija Mercedes rumbo al exilio. San Martín tenía 45 años y la niña, a la que gustaba llamar “la infanta mendocina”, tan sólo 8 años. Él nunca más volvería a pisar en vida el suelo de la patria.
Sin embargo, en 1828 llegará nuevamente hasta el puerto de Buenos Aires, usando el apellido materno Matorras, pero, tras enterarse de los feroces enfrentamientos entre las facciones unitarias y federales, decidirá no desembarcar, fiel a su compromiso de no desenvainar su famoso sable para derramar sangre de sus compatriotas, enfrentados en polarizaciones ideológicas. San Martín sabía bien que la unidad plural debe prevalecer sobre el conflicto sectorial y que el todo es superior a la parte.
Londres, Bruselas, París y sus alrededores, y finalmente, Bulogne-sur-Mer en tierra normanda, fueron las residencias de San Martín y su pequeña familia. El Libertador buscaba lugares que le permitieran vivir tranquilo, huyendo de enfermedades o revueltas sociales. Más allá que sus días eran sencillos y austeros, dedicados a la jardinería y la carpintería, con el tiempo se fue haciendo sensible al trato con los artistas (como el músico Gioachino Rossini y el escritor Honoré de Balzac), a partir de la inestimable ayuda económica de su antiguo camarada de armas, Alejandro Aguado, devenido en banquero francés y “Marqués de las Marismas del Guadalquivir”. A través de los “papeles públicos”, como se llamaba entonces a los diarios, y de la correspondencia, San Martín seguía con atención los asuntos de su tiempo. América, en general, y la patria, en particular, seguían demandando su lectura y su pluma. Y no dudó en ofrecer sus servicios al país ante el bloqueo francés primero y anglo-francés después, en la época del Brigadier General Juan Manuel Rosas, a quien con convicción le legaría su sable tras la gesta de la “Vuelta de Obligado” de 1845, más allá de no compartir su estilo de gobierno y de las conversaciones que tenía con los visitantes que recibía en su casa de Grand Bourg, muchos de ellos exiliados del rosismo, como Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi. Al fin de cuentas, el único partido del Libertador era “el americano”, como expresó.
(Arriba: La casa de Grand Bourg, donde, tal vez, San Martín pasó sus años más felices)
Decía Aristóteles que “la historia sin poesía
es inerte. Así como la poesía sin historia es insulsa”. De manera que podemos valernos
de un retrato del anciano San
Martín, rodeado del sereno clima familiar que le prodigaban en Grand Bourg su
hija Mercedes, su yerno Mariano Balcarce y sus dos nietas, María Mercedes y
Josefa (“pepa”), que quedó plasmado en el poema El cigarro (4):
En la cresta de una loma
Se alza un ombú corpulento,
Que alumbra el sol cuando asoma
Y bate si sopla el viento.
Bajo sus ramas se esconde
Un rancho de paja y barro,
Mansión pacífica, donde
Fuma un viejo su cigarro.
(…)
No siempre movió en mi frente
El pampero fría cana;
El mirar mío fue ardiente,
Mi tez rugosa, lozana.
La fama en tierras ajenas
Me aclamó noble y bizarro;
Pero ya, ¿qué soy? Apenas
La ceniza de un cigarro.
Por la patria fui soldado
Y seguí nuestras banderas
Hasta el campo ensangrentado
De las altas cordilleras.
Aún mi huella está grabada
En la tumba de Pizarro.
Pero ¿qué es la gloria? Nada;
Es el humo de un cigarro.
¿Qué me dejan de sus huellas
La grandeza y los honores?
Por la paz hondas querellas,
los abrojos por las flores.
La patria al que ha perecido
Desprecia como un guijarro...
Como yo arrojo y olvido
El pucho de mi cigarro
Las horas vivid sencillas
Sin correr tras la tormenta;
No dobléis vuestras rodillas
Sino al Dios que nos alienta.
No habita la paz más casa
Que el rancho de paja y barro;
Gozadla, que todo pasa,
Y el hombre como un cigarro.
Fallecido el 17 de agosto de 1850, durante 30 años el
mar, podemos decir con Borges, fue “una larga separación entre la ceniza y la
patria” (5). A medida que la reivindicación de San Martín iba ganando terreno,
sus restos fueron repatriados por iniciativa del Presidente Nicolás Avellaneda,
arribando a la Argentina en 1880 en el buque “Villarino”. Sarmiento,
para ese entonces ya anciano, los recibió en el puerto de Buenos Aires, en nombre
de los argentinos. Luego los restos fueron trasladados, en medio del júbilo
popular, a la Iglesia Catedral porteña, donde se había levantado un mausoleo en
su honor. Finalmente su corazón descansaba en Buenos Aires, como había pedido en su testamento.
Según se afirma, “en los años siguientes se va acentuando el interés por
la vida de San Martín. Con [Bartolomé] Mitre a la cabeza se va gestando lo que
algunos han llamado la construcción del héroe” (6). Testimonio de ello es
que a su figura se le fueron dedicando libros, monumentos, estampillas, monedas
y billetes, escuelas, clubes, películas, etcétera.
Más allá de eso, tengamos en cuenta que “el exilio de San Martín está
cruzado por la melancólica idea del regreso. Un regreso que jamás habrá de
concretarse. En sus cartas a sus amigos, en sus charlas con compatriotas, en su
pensamiento íntimo está siempre la idea de volver. Distancia, nostalgia,
lejanía, son acaso estos rasgos fundantes del alma de los argentinos. Tal vez
San Martín después de una vida de batallas haya optado por vivir sus últimos
años, largos 26 años, en una renovada vida civil junto a amigos, hija y nietas
en lugar de venir a América a encabezar la ingrata tarea de luchar contra
aquellos que él mismo nombraba como mis hermanos. Seguramente habrá
pensado muchas veces en el cambiante destino de Bolívar: obtuvo toda la gloria
que anhelaba pero murió joven casi en la miseria, traicionado y olvidado por sus
contemporáneos. San Martín, en cambio, renunció a cargos, se alejó y sin
proponérselo fue cada vez más recordado. Como si fuese una acción más de una
brillante y secreta estrategia logró que la distancia y cierto olvido hiciesen que
su recuerdo se agigantara cada vez más (…) [La] historia lo nombra como el más grande de
los argentinos, el Gran Capitán, el Santo de la espada. Se lo llama también,
acaso anhelando amparo y protección, el Padre de la Patria. Quizás la ausencia
de San Martín sea una clave para entender nuestro porvenir. (…) Alguien que
pudiendo tener todo el poder se retira; que está lejos y añora regresar, pero
que no regresa. El llamado Padre de la Patria que finalmente se olvida de todo
y de todos y deja en soledad a sus lejanos hijos. Libertador, estadista, hombre
político, fundador de Estados, exiliado. (…) Como en aquel entonces es la idea
de la patria lo que está en juego…” (7)
Según entiendo, más acá de las idealizaciones “de Estado”, San Martín
tuvo una vida ejemplar, cuyas virtudes cívicas, que fueron mucho más allá del heroísmo
demostrado en el cruce de los Andes, nos permiten representarlo incluso como
una suerte de “santo laico”. Entre su presencia y su ausencia de la patria, podemos
reflexionar desde nuestro inquietante presente: él supo con claridad que la
libertad no solamente se debe vivir a nivel personal, sino también (como creían
los antiguos) a nivel de los pueblos, al servicio de proyectos colectivos
emancipadores. Además supo integrar las ideas de avanzada de su época con la
necesidad del orden público. También, conservó la lucidez de jugarse por “el
partido americano” cuando la patria era amenazada por los conflictos de adentro
o las amenazas de afuera. Por último, su
testimonio magnánimo y su liderazgo popular, nos recuerdan, en la línea del
pensamiento clásico, que la justicia es la medida para discernir toda buena
política.
José de San Martín, aquel que fue “grande cuando el sol lo alumbraba, y
más grande en la puesta del sol” (como canta el himno que “descubrí” hace
varios años, gracias a ese gran humanista y profesor que fue Sergio Acero), nos
sigue interpelando a nosotros y a nuestros pueblos. Una vez más, desde el lugar
en el que se desempeña cada uno y cada una, volvamos a escuchar aquella
vibrante arenga del Libertador al arribar a las costas del Perú hace más de 200
años: “¡Acordaos que vuestro gran deber es consolar a la América y que no venís
a hacer conquistas sino a libertar pueblos!”. Finalmente, con memoria
agradecida, podemos aplicarle a San Martín, desde la convicción de su paso a la
eternidad, las mismas palabras que él mandó a esculpir en la tumba de Aguado,
el amigo que lo salvó en los momentos de apuro: “¿Por qué buscan entre los
muertos al que está vivo?”
(*) Doctor en Ciencia Política. Profesor
universitario.
E-mail: anibalgtorres@gmail.com
Notas:
(1) Cit. en el documental El exilio
de San Martín (2005). Disponible en You Tube. https://www.youtube.com/watch?v=8zibUsXVv5U
(2) Ídem.
(3) Jorge Luis Borges, “Guayaquil”, en “El
informe de Brodie”, Obras Completas, tomo 2, p. 472. Agradezco al Dr.
Lucas Adur la sugerencia de este texto.
(4) Poema
de Florencio Balcarce, escrito en Francia, inspirado en la figura de José de
San Martín, abuelo. Integra la carta enviada por el Libertador a Domingo
Sarmiento.
(5)
Jorge
Luis Borges, “Rosas”, en “Fervor de Buenos Aires”, Obras Completas, Tomo
1, p. 32.
(6) Cit. en el documental El exilio
de San Martín (2005).
(7) Ídem.
San Martín, esposo y libertador: ruega por nosotros! Amén
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