En el umbral de la revelación

 

 

Por Aníbal Torres

«Sal fuera y permanece en el monte esperando a Yavé, pues Yavé va a pasar» Vino primero un huracán tan violento que hendía los cerros

y quebraba las rocas delante de Yavé.

Pero Yavé no estaba en el huracán.

Después hubo un terremoto,

pero Yavé no estaba en el terremoto.

Después brilló un rayo, pero Yavé no estaba en el rayo.

Y después del rayo se sintió el murmullo de una suave brisa.

Elías al oírlo se tapó la cara con su manto, salió de la cueva

y se paró a su entrada.

(del Primer Libro de los Reyes)

El profundo y exquisito poemario Que todo sea sigilo, de Diego Di Vincenzo (*), constituye una muestra cabal de que la literatura argentina, si se lo propone, o mejor aún, si se dispone a escuchar la Palabra, puede hacer su aporte a la poesía mística. Como muchos saben, este género peculiar conoció la cumbre, al menos en la lengua castellana, con ciertos autores, como los carmelitas descalzos Teresa de Ávila y Juan de la Cruz. Felizmente, en diferentes partes del mundo, hay quienes siguen cultivando la escucha atenta del Creador y nos comparten su testimonio y su arte.    

En el caso de la obra de Diego, se pone en palabras una experiencia que el autor tuvo en la primavera de 2014, en un retiro espiritual en el monasterio benedictino de Los Toldos, en Argentina. Coincido con Alejandro Palermo, el prologuista del libro, cuando afirma que en este escrito se encuentran (y se complementan), por un lado, una suerte de “diario” de las vivencias de Diego en el retiro, y por el otro lado, el registro de sus vastas lecturas vinculadas directa o indirectamente con la temática.

 Éxodo y quietud

Es significativo que, de manera similar a Elías, “el” profeta, el autor sintió una “brisa tenue” al comienzo de su itinerario, al cual se dispuso como “piadoso viajero” (Párodos). Nos cuenta que al llegar a Los Toldos, estaba en su lugar, en casa (Arribo). Y allí, una vez en el sitio, comenzó la paulatina y sigilosa contemplación de la divinidad, al ritmo de las plegarias de las horas canónicas, que expresa la santificación del tiempo en una jornada que, en los hijos de San Benito de Nursia, combina la oración con el trabajo, la vida contemplativa con la vida activa.  

En esa atmósfera, Diego fue contemplando a Dios y a diferentes amigos y amigas de la divinidad a lo largo de los siglos, en particular, al propio Benito. Surgen así expresiones poéticas como “de lo alto veo la obra de tus manos” (Limen), dejando atrás un “corazón mundano”, entrando “en un tiempo nuevo”, donde recién entonces pudo ofrendar su “corazón en el altar de la misericordia” (Benito).

Como en todo proceso mistagógico (es decir, de profundización paulatina en el misterio divino), el autor fue atravesando las etapas que, en la canónica perspectiva que se remonta al Pseudo Dionisio Areopagita, va de la purgación, para luego atravesar la iluminación y, al fin, llegar a la unión con Dios. En ese sentido, es esperable que el autor haya experimentado la necesidad de suplicar “Miserere, Domine”, encontrando “fortaleza y canto en el Señor” (Contrición), en medio de la “agonía entre cruz y vida”, tratando de refrescarse en “el agua de tu cielo” (Gloria).

Éxtasis y plenitud

El poemario está estructurado, en parte, con los momentos de la Misa y de la Liturgia de las Horas u Oficio Divino. De manera que aparecen títulos como “Homilía. Tratado del alma” y “Oración de los fieles”. En estas secciones hay una evocación del autor de mujeres que significaron mucho para él, como su propia madre, también Silvia, y en el plano más intelectual, Simone Weil. De ella aprendió que “el silencio no pide ser contemplado, sino ser comprendido” (Simone) y que Dios “no ejerce todo el poder del que dispone” (Gracia y vacío).

Mientras se iba despojando del hombre viejo, en términos paulinos, el autor fue advirtiendo que “todo es alma desnuda, todo es aroma de flores”, a medida que pasaba de una morada a otra del castillo interior (Recogimiento de Teresa).

Pero, como lo atestigua una larga tradición espiritual, expresada viva y parcamente en las meditaciones y contemplaciones ignacianas, Diego fue encontrando que en ese progreso espiritual hay que hacer frente a las oposiciones, a los obstáculos. Por eso, en lo que revela una mística de los ojos abiertos, me parece de una belleza sublime y de gran profundidad histórica el poema “Alma de Bartolomé de Las Casas”, donde desarrolla el contrapunto jurídico y teológico con Ginés de Sepúlveda, sobre los nativos americanos. Frente a la perspectiva imperial de imposición, Las Casas tiene “la claridad de los ciegos”, y asume “la misericordia que se derrama en el rostro del hermano”.

Otro que conoció ese combate (hasta en su propia carne), fue Pablo de Tarso, quien avanzó desoyendo “pactos antiguos” y descubriendo que “cada sentido tendrá su fiesta de resurrección” (Pablo). Lo propio le ocurrió a Juan de la Cruz, que -al decir bellamente de Hugo Mujica, “escribió la noche oscura viviendo su noche oscura”-, y contempló al “fuego que no arde” y a la “sombra que no oscurece” (San Juan de la Cruz).

Desde esa mística de los ojos abiertos, encarnada en la historia, Diego pudo ponerse a la escucha de testigos más recientes de los dolores de la humanidad, sea Atahualpa Yupanqui, quien enseña, en términos del autor, que “cantar no es gritar al mundo, sino escuchar lo que calla el alma” (Atahualpa. Vidala); sea en el intercambio de perspectivas sobre el alma humana, tanto en la evocación de uno de los mártires de lo que se conoce como “la masacre de San Patricio” cuyas víctimas eran de la comunidad palotina de Buenos Aires (Alfie Kelly), como en Eduardo Galeano (El alma pequeña. Galeano). También en el diálogo epistolar entre Walter Benjamin y Gershom Scholem sobre “religión y política”, desde la “esperanza” y la “desesperación”, con la convicción de “proceder radicalmente en lo esencial” (Carta de Benjamin a Scholem).

Tras el registro interior y exterior de esas experiencias, llegó la teofanía, que se podría asociar con la entrada en la unión con Dios, en un éxtasis en la plenitud. A partir de sentir los “olores” divinos, puesto que el Señor habla “por el olor de la madera” que se consume, el autor pudo, al fin, descubrir la fuente más profunda de la cual surgió su (nueva) identidad: “Yo también soy Benito”  (Revelación).

Elevación y gratitud 

Recuerdo que en el salterio se dice varias veces: “¡Canten al Señor un canto nuevo!” y ese canto puede ser una vida nueva, que deja lugar a la Gracia y su acción transformadora. Vaya mi gratitud al autor por su canción a la “gloria infinita”, tras sentir que “el ave del Señor descendió sobre mí” (Fue en el tiempo de la siembra). Gracias por enseñarnos, de la mano de San Benito, que la señal de la cruz, en el fondo, es “la señala de la vida” que triunfa ante toda forma de muerte (La copa envenenada). Su testimonio poético es fruto de haber oído “himnos de gracia” (Gratia plena. La Cabaña). Rodeado del verde, Diego atravesó su desierto interior y el de la humanidad, y llegó a su “sábado de Gloria” (Benedictio). Su poemario Que todo sea sigilo, en sí mismo, “es un acto sagrado” y su autor nos recuerda que todos podemos estar, como él, “en el umbral de la revelación” (Teoría estética). Más aún, desde su itinerario poético-místico nos muestra que el alma humana es como el ave que levanta vuelo y que, como él, descubre que “todo se complace en la Gracia” (Benito). Hay una frase que se le atribuye al santo de Nursia que dice "Vi el rostro de mi hermano, hoy es Pascua". ¡Gracias, poeta!  

 

(*) Sobre el autor:

(Comparto una semblanza que tomé de las redes sociales de Diego)

Su primer poema lo escribió a los 14 años y de él recuerda solamente una especie de estribillo que decía “Ay, patria querida”. Tenía rima y no estaba muy lejos de un soneto ni de la fijación telúrica de las lecturas escolares. Eran años en los que sobre la avenida Maipú, a la altura del Puente Saavedra, al que llegaba después de sus clases en el Nacional de Vicente López, había librerías que vendían poemarios de Fernández Moreno (poeta por el que siempre sintió particular cariño) y Enrique Banchs. Le mostró el poema telúrico a su tía, que había estudiado Letras y que le regalaba muchos libros, y le dijo: “Che, pero mirá qué bien este poema”. El mismo año escribió otro poema (ocasional), por la boda de su prima; una especie de celebración de la belleza femenina con estiletes darianos y muy kitch.

A los 19, volvío a escribir algunos poemas motivados por frustraciones amorosas y por encandilarse con su docente de Teoría literaria. A los veinti leyó toda la poesía grandiosa: desde Dante y Quevedo, a Baudelaire, Pavese, Pasolini, Irene Gruss, Sandro Penna, Zurita… De los 22 a los 25 hizo taller. Allí escribió bastante. Después se olvidó de escribir poesía por las obligaciones laborales, pero seguía haciéndolo como comentarista de la realidad en pequeños ensayos entre líricos y teóricos.

Nunca dejó de leer poesía.

Cuando conoció a las chicas de Sigamos enamoradas, que organizaban lecturas con música y fiesta, tomó contacto con consagrados y estimulantes poetas que asistían a esas reuniones, entre ellos: Alicia Genovese, Daniel Freidenmberg, Osvaldo Bossi, Jorge Fondebrider, Cristina Piña, Cecilia Romana, Mercedes Araujo. Allí sintió que le caían cataratas de poesía encima y le volvió una necesidad imperiosa por escribir. Algo que comenzó a hacer en forma continua y nunca terminada. Con eso quiere decir que “escribía y dejaba”, y “volvía y retocaba”, al punto de que el poema se volvía un órgano pulible cuyo atisbo inicial se le olvidaba, y el poema empezaba a valer como partitura o diseño o dibujo o movimiento. Fruto de ese trabajo fue El latido de este mundo, publicado por Caleta Olivia en 2019, al que seguiría Olavarría, una crónica poética ricotera que sacó en 2021 la editorial Qeja.

Tiene un libro inédito llamado De la misma noche ha nacido este día, también de 2021, y acaba de publicar Que todo sea sigilo, un poemario que recupera y reelabora muchas citas bíblicas y de algunos religiosos o místicos como los salmos, los profetas del Antiguo testamento, la vida de San Benito; San Juan de la Cruz, Santa Teresa y San Ignacio.

Fuera de la poesía, hace periodismo cultural en Infobae, la revista Ñ, las revistas de teatro Llegás y La Butaca y escribe habitualmente crítica de teatro en el diario La Prensa. Enseña en una escuela secundaria, en dos profesorados y en una universidad, y trabajó durante veinte años como autor y editor en varias editoriales como: Santillana, Kapelusz, Estrada, la editorial de la Facultad de Arquitectura y Diseño de la UBA y la editorial de la Universidad Pedagógica Nacional. En la actualidad asesora en equipos editoriales y compone propuestas literarias para algunas editoriales escolares.  También escribe cuentos, algunos se han publicado en revistas y antologías, y notas de crítica sobre literatura argentina.

Datos de color: nació en Bs. As. en los convulsionados setentas, pero vive en Olivos. Tiene un auto y tiene una bici, con ambos medios de locomoción vivió experiencias fuertes de flaunerie (flonerí), cruciales para la lectura y la escritura de poesía.




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