De camino. Escritos personales de un peregrino
Por Jerónimo Gonzáles (*) ([1])
"Mis libros (que no saben que yo existo)
que vanamente busco en los cristales
y que recorro con la mano cóncava.
No sin alguna lógica amargura
pienso que las palabras esenciales
que me expresan están en esas hojas
que no saben quién soy, no en las que he escrito.
Mejor así. Las voces de los muertos
me dirán para siempre".
(Jorge Luis Borges, "Mis libros", en La rosa profunda)
Sentado frente a la pantalla de una impersonal notebook, me adentro por derroteros que quién sabe adónde me llevarán. Afuera, los deliciosos rayos de Apolo bañan todo cuanto existe, haciendo del Dominus die un apetecible momento para escuchar en el silencio fecundo de la contemplación el murmullo del Ser en las cosas. Momento propicio para tocar con el corazón los destellos de verdades manifiestas destinadas a caer en silencio profundo del que emergen las verdaderas palabras; porque el peso de lo dicho radica en el silencio del que brotó y al que conduce.
Me
encuentro solo. Aunque… ¡no tan sólo! Un sinfín de años y culturas acompañan y
atraviesan mi existencia temporal en cada una de las notas ejecutadas según el
pentagrama que sostienen la manifestación interior –la vida que no es posible ser
quitada, sino en la alienación más o menos libre- del nostalgioso polaco
Friedrich Chopin en sus Nocturnes.
Nostálgico tal vez por encontrarse a quilómetros de su Polska querida; puesto
que, ¿qué es la Patria sino el eco de corazones aunados en un mismo latir,
sintonizados todos en la frecuencia común que crea la cultura y por la que cada
uno se vuelve capaz de interpretar todo cuanto lo rodea, desde sí mismo hasta a
la naturaleza, pasando por lo Absoluto hasta llegar a los semejantes?
Al
tiempo que di-vago, que marcho por múltiples lugares -y tiempos, agregaría yo
para ensanchar el espectro filosófico de las realidades esenciales-, con mi
inteligencia sobre la humanae vitae, la esentia vitae humane,
embarga la totalidad de mi ser el asombro;
un asombro que anuda con lazos cordiales la razón, enamorándola del hecho
humano. No temo preguntarme quién soy, o qué sentido tiene el vivir en el
horizonte temporal de la muerte. No, no me asustan éstas ni ninguna de las preguntas
que abren mi persona a la endeble realidad humana. No les temo, porque el
verdadero temor debe ser no hacerse nunca las preguntas.
En
el marco de las interrogaciones antes notadas y retomando el camino que salía
al encuentro en el tramo recorrido hasta aquí (la realidad de un día domingo;
la compañía de Chopin y, en su música, de voces, de existencias, sin nombre)
urge a mi espíritu detenerse en la realidad de ser, como las obras de Chopin,
pero también de Mozart, Beethoven, Haydn, Bach, Vivaldi, Schubert, Wagner, etc.,
etc., etc., un eco de historias más o
menos conocidas, más o menos ignoradas. ¡Soy, somos, en nosotros mismos voces
de otros, capacidad de decirse en el tiempo, de reactualizarse, de
eternificarse…! Misterio siempre abierto al asombro de tener que, como la
palabra poética, recuperarse continuamente, auto-poseerse sin poder hacerlo
nunca totalmente.
¡Misterio! ¡Sí, eso
es lo que somos! Misterio para los demás (realidad fundadora, tal vez, del
arte. Arte como medio de expresión plástica de aquello inabarcable pero exigente de ser manifestado, aunque
inmediatamente caiga, el instrumento comunicativo, en deslegitimación) pero
también para nosotros mismos… Misterios… Misterios… Misterios impulsados a ser
dichos, a decirnos, a entrar en relación con el Misterio en los misterios. Soy un misterio abierto en relación con
el Misterio que se me dice y oculta en el misterio de los otros, de la
naturaleza, de mi misma persona…
“Soy un misterio abierto en relación”… ¿Qué tipo de relación entablo yo, “ese” que soy incluso para mí mismo desconocido en la totalidad de mi ser? Y, ¿Qué sentido tiene intentar entrar en relación con aquello que supera el propósito que me pone en movimiento, que me hace tender-hacia? ¿Es la tendencia algo razonable, lógico, que debe ser seguido, o más bien exige ser rechazado taxativamente so peligro de locura? Y en caso de que algo de lo que busco en la re-lat-ion satisfaga el objetivo del movimiento, ¿lo hará totalmente o impelerá a “buscar fuera de ella”? En definitiva, ¿es posible conjugar la realidad profunda de la necesidad de relación con el producto fáctico de la misma? ¿En qué lugar queda mi persona en todo esto? ¿Seré un ente destinado a un trastorno esquizofrénico producto de la aparente constitución natural de mi ser?
“¡Oh amor sin remo, en la Unidad gozosa!
¡Oh círculo apretado de la rosa!
Con el número Dos nace la pena”.
(Leopoldo Marechal, Del amor navegante)
“¿Cómo
haces para vivir en sociedad?”, fue la pregunta del almacenero ante la lacónica
pero contundente frase de Agustín de Hipona acerca de la importancia del
cuidado del orden, que naciera a raíz de la “desaparición” del cuchillo, útil
preciosísimo a la hora de cumplir el cometido que le estaba siendo reclamado en
ese momento: cortar dos porciones de tarta que el muchacho –el cliente podría
decirse, si no fuera que esta palabra
condujera a pensar un sistema de relaciones basado únicamente en la dinámica
mercantilista, en la que el hombre pierde su naturaleza peculiar en pos del
capital- había decidido adquirir para el sustento corporal que le permitiese
llegar en óptimas condiciones, por lo menos físicamente, al final de día.
La
respuesta de su inter-locutor, sorprendido por lo que estaba sucediendo en ese
momento, fue bastante predecible; podríamos decir, hasta automática. Comenzó
con el zoôn politikón aristotélico,
pasando por el República y la Carta VII de Platón, hasta llegar,
obviamente, al hombre lobo del hombre hobbesiano.
Tal vez haya hablado algo de Rousseau y
su Emilio, dejando entrever en ello
la íntima relación existente entre la educación y el poder. Pero este no es el
caso, por lo menos no lo es de momento.
Decíamos
que aquel atónito enamorado de la filosofía, asombrado como podría haberlo
estado Diógenes el Cínico de haber
encontrado algún coetáneo digno de ser considerado “un hombre”, supo salir del
embrollo en el que la interrogación del pequeño burgués lo había apresado con
un catálogo más o menos extenso, más o menos coherente de teorías
filosófico-políticas de autores de todos los tiempos (recuerdo haberlo
escuchado nombrar a Kant y a su Critica de la Razón pura). Aquí acabó la
historia del almacén. Luego de haber recibido sus dos porciones de tarta –una
de jamón y queso y otra de verdura, que no llegaría a deglutir; no por aversión
a la verdura, sino por afición al jamón y al queso que lograron que la porción
elegida primeramente para la ingesta fuera aquella que los contenía, luego de
la cual ya no quedaría lugar en el estómago para nada más- se encaminó el
muchacho, doblemente feliz, hacia el trabajo.
Mientras
degustaba la porción de tarta elegida como compañera de viaje (en una sociedad
en la que no existe casi el descanso, buenos son los traslados, siempre que no
se esté manejando claro está, para dedicarse a la alimentación. Sea del cuerpo
sea del espíritu) iba reflexionando sobre lo ocurrido minutos atrás. Lo
alegraba palpar en carne propia la búsqueda que personas no versadas en
filosofía llevaban a cabo en lo ordinario de sus vidas; esto afirmaba su teoría
de que la filosofía antes que nada es una exigencia humana que brota del
corazón de todo hombre. Poco importa si más o menos ilustrado. Pero algo más
mantenía su tensión intelectual… Revisaba en su memoria cada uno de los
momentos del diálogo, tratando de comprender por qué había dicho lo que dijo y qué
sustento tendría ello en su vida concreta. ¿Habría omitido algo importante en
su discurso a causa de lo inesperado de la interrogación? Si fuera así, ¿qué
hubiera debido decir y no dijo? Su ser se encontraba por entero sumergido en un
estado de acogedora reflexión; tanto que podría alinearse a las filas
cartesianas y afirmar que -en otro sentido- sólo veía “capas y sombreros”; que,
quizás, tal vez, quienes pasaban a su lado no eran más que un sistema
considerablemente perfecto de resortes y engranajes. Este era el estado en el
que se encontraba de camino… de camino al trabajo, es verdad, pero sobre todo
de camino a un sinfín de preguntas que exigían al menos ser consideradas más
seriamente.
El
hombre es un viviente político, había afirmado subido a la espalda del
gran Aristóteles. “El hombre es un viviente político”, se repetía una y otra
vez de camino. Pero… ¿qué es un viviente
político? ¿Qué es lo característico, lo esencial, lo que lo hace único, del
fenómeno político? Más aun, ¿Es el hombre un viviente político? ¿Está en su
naturaleza, en su constitución más profunda, la politicidad? No ignoraba que política encuentra su razón de ser
ligada, vinculada, a un sistema de relaciones individuales particular, como lo
fuera la polis griega; mas, la
cuestión fundamental era saber si el sistema político griego hundía sus raíces
en el ser esencial del hombre o si, por el contrario, todo aquel ordenamiento
social respondía sólo a una realidad adherente al mismo.
No desconocía aquel peregrino, encaminado más decididamente por los rumbos de la indagación intelectual que por las veredas maltrechas de una ciudad que por más moderna que se la tratara de hacer aparecer llevaba en sí misma la marca de un millar de espíritus que hablan en el silencio del tiempo guardado en sus monumentos u olvidados en los detalles, que por lo mismo pasaban de incognito a la mirada de seres para los cuales lo único digno de ser tenido en cuenta es la fastuosidad de las publicidades que necesitan magnificar el producto ofrecido para crear la ilusión de ser una necesidad original, que el quehacer político está en relación directa con la sociedad. Entonces, el tema central que debería abordar sin más dilación era si el hombre naturalmente es un ente social; es decir, si lleva ínsita en su propia ousía la necesidad irrenunciable a ir de camino junto a seres de su misma condición. Para decirlo más sencillamente, se preguntaba el muchacho si la sociedad era una exigencia humana irrenunciable, bajo riesgo de ir contra natura en la negación de la misma.
“Sólo los individuos
existen, si es que existe alguien (…)
Nosotros dos en este
banco, somos tal vez la prueba.
Éramos demasiado distintos
y demasiados parecidos (…)
Cada una de los dos era el
remedo caricaturesco del otro”.
(Jorge Luis Borges, “El otro”, en El libro de arena)
Era
casi las doce de la noche, y se encontraba transitando, a pie, una avenida
Pellegrini desolada. Camina mirando para atrás anhelando la aparición de algún
taxi que lo librara de la angustiosa sensación, esa que oprime el pecho al
punto de dejar sin aire, al tiempo que descuaja el normal compás del
corazón –tal vez por la falta de una
correcta oxigenación sanguínea… vaya a saber uno, ignorante de las cuestiones
médicas-, de sentirse presa de la acción delictiva de alguien amigo de lo
ajeno. Miraba una y otra vez deseando que algún automóvil amarillo y negro
apareciera en el horizonte y lo rescatara de aquel infierno en el que estaba
inmerso. El ritmo de sus pies era inmensamente desproporcional con la sensación
del correr de tiempo: ¡Parecía que el mismo se había obstinado en permanecer
ocioso en detrimento psicológico de ese viandante atemorizado por la
posibilidad de que un indeseable le saliera de camino!
Su
ser reposó al ver, en el duodécimo intento, que el objeto tan esperado ya no se
le hacía esquivo. Se apresuro a hacer señas al chofer para que detuviera su
coche, de manera que pudiera abordarlo y, en parte, recobrara el equilibrio
interno perdido en la soledad de un nocturno domingo rosarino en el que, como
la misma vida, todo es incierto. Mantuvo el brazo extendido hasta el momento en
el que el velocímetro llegara a cero y debiera bajarlo para poder abrir la
puerta. Una vez dentro tomó consciencia de que el punto de parada no había sido
muy adecuado: había detenido el taxi en la esquina; haciendo que el conductor
tuviera que parar en doble fila, obstaculizando, momentáneamente, la salida de
una pareja que salía muy contenta de la heladería.
“Disculpe,
no me di cuenta dónde lo paré. De haberlo hecho, lo habría parado más adelante”
–inquirió el muchacho, luego, por supuesto, de haber saludado educadamente a
quien en lo sucesivo del trayecto sería su acompañante-. “Hoy en día, a nadie
le importa el otro. Fíjate dónde estaba estacionado ese auto; y, ¡encima se
toman la atribución de quedarse tomando el helado dentro del vehículo! Vos
porque sos joven, pero un anciano no pude caminar media cuadra porque a ellos
se les ocurre tomar helado”, fue la respuesta-desahogo del hombre. En las
cuadras faltantes para llegar a destino hablaron de temas referidos a
cuestiones viales.
Al
llegar a su casa el otrora peatón se detuvo a pensar –sin caer mucho en la
cuenta del horario- acerca de la categoría de “otro”. Porque es verdad que como
categoría resulta muy bonito utilizarla en algún discurso tendiente a mover la
sensibilidad del receptor; sea este un ciudadano, un fiel, o, por qué no, una
posible pretendiente. Ahora bien, ¿es tan así en lo concreto de la experiencia?
¿Resulta verdaderamente agradable el acontecimiento del “otro” en la vida
concreta? ¿No es el “otro”, como se dice muy a menudo, el límite de mi
libertad? Y en ese caso, ¿no sería deseable que desapareciera, permitiendo así
ensanchar mi espacio de acción? ¿Qué formas existen para lograr hacer efectiva
la desaparición de aquél que estorba, con su sola presencia, el paisaje
personal?
Al
momento que pasaba revista de sus razonamientos iban acercándosele a su memoria
diversos autores que, de una u otra manera, pensaron la otredad con la
profundidad que esto conlleva. En la lejanía se asomaban, por ejemplo, el Rainer María Rilke de los Cuadernos de Malte Laurids Brigge, un Antoine de Saint-Exupéry existencialista,
tal como aparece en su texto no acabado: Tierra
de hombres, o el Franz Kafka de Metamorfosis; más acá lo saludaba el
autor del Ser y la Nada. De seguro
muchos más estarían como telón de fondo de sus recuerdos; muchos otros de los
que no recordaría sus nombres pero de los que sería deudor a la hora de pensar
el tema en cuestión.
¿Qué
es el “otro”? ¿Tiene algo que ver conmigo? O por decirlo a la inversa, ¿tengo
algo que ver yo con él?
“No hay nada más absurdo que la respuesta a
una
pregunta que no se plantea”
(Reinhold Niebuhr)
23:23
hs. A la luz solar han sucedido las tinieblas nocturnas; al canto de la
diversidad de pájaros en una mañana primaveral el croar de las ranas y el
grillar de los grillos que se abren al misterio en medio de una balada en honor
al silencio que lo inunda todo (aunque más bien es un vacío sostenido por una
Presencia que, por extrema luminosidad, sólo se manifiesta en la ceguera). Y
yo, aquí, sentado, envuelto en un mar de preguntas sin respuestas, que, por
esta misma razón, tal vez, valen la pena considerarse.
“Le
tengo miedo a todo”, dijo una alumna mientras compartíamos algunas vivencias
interiores. “Le tengo miedo a todo”… Esbocé una respuesta que pudiera dar
solución a la imposibilidad de un temor total, como hubiera podido hacerlo
cualquiera que en ese mismo misterio descubriera que su persona también es
susceptible de aquél sentimiento (tal vez la respuesta haya sido más un
auto-convencimiento de que estamos seguros de la locura radical, de la demencia
total, que una atención seria a la vivencia del otro. Y es que los hombres
estamos constantemente, incluso en los otros, intentando resguardar nuestro
propio núcleo vital, nuestro propio “yo”).
Pero
ahora, avanzado el día y encontrándome conmigo mismo, ya no puedo escapar a la
exigencia de encontrarme –intentarlo al menos- frente a esa experiencia.
Pararme de frente y permitirme pensar que quien teme a todo sea yo; y de que
ese sentimiento pueda ser posible. Después de todo, ¿por qué no pudiera serlo?
¿Somos tan perfectos como para que la otredad de lo real no nos atemorice? Y si
existiera la posibilidad de ser invadido por un temor tan radical, ¿qué
sucedería? ¿Cuáles podrían ser las consecuencias de ello?
Temo
a todo: al sol, a la luna, a la tierra y al cielo, a Dios y a la no existencia
de él, a la naturaleza y a la creación del hombre. Mi ser es presa de un temor
tan profundo que socava toda energía vital, todo impulso… Me experimento
asfixiado dentro de algo que creo ser yo, en una tensión, en una esquizofrenia
letal, entre desear abrirme al todo, desplegarme en las diversas facetas de la
realidad y aferrarme a la imagen cuasi eterna de ese “yo mismo” que creo ser,
de ese “yo mismo” que fui y que seré en la proyección irrisoria de un tiempo
que, cuando llegue, será siempre él mismo, tan distinto y tan otro a mí como lo
es el que se fue. Esta tirantez interna es tan intensa que corroe las raíces de
todo cuanto existe. Porque, como decía Sartre, no hay mundo sin un sujeto;
pero, ¿cómo puedo ser sujeto si no logro descubrir mis bases más inexpugnables?
Todo
me conduce a ese “Roma”, a ese centro neurálgico de la pregunta por mí mismo.
¿Quién soy ese que digo, dicen, me han enseñado a decir, “yo”? ¿Soy tan solo un
sujeto del cual se predican ciertas cosas, ciertas categorías –según diría Aristóteles? En tal caso, ¿qué pasaría con
ese sujeto de predicación en caso de que no poseyera ninguna categoría
predicable? ¿Sería algo o más bien quedaría relegado a la pura nada, a la cual
no sólo no se puede pensar sino tampoco decir? ¿Estaré relegado a la
imposibilidad de decirme? Y si no puedo decirme, ¿en qué lugar quedan todas mis
relaciones con las demás cosas? ¿Serán nada más que formalidades obligadas por
un tiempo determinado, hasta que Crónos haga su trabajo en mí y me desintegre
en la tierra sin que nadie pueda traerme a la vida en su recuerdo?
Le
temo a todo. A todo. Pero… ¿le temo a todo? ¿No es más bien el temor a no saber
quién soy, a no saber si mi ser se entreteje o no en una trama de relaciones
que dan sentido al levantarse cada día al amanecer? ¿No encuentran mis miedos
el reverberar de su fuente en el desconocimiento de mí mismo? Entonces, ¿No es
la pregunta por mí mismo –pregunta que exige una respuesta personal, ya que de
nada nos sirve una respuesta sustitutiva (aquí no existen suplentes)- la única
que vale verdaderamente la pena ser intentada responder con la propia sangre?
Y
yo, ¿quién soy? ¿Soy sólo lo que los otros ven de mí, lo que yo mismo creo que
soy, lo que tengo para ofrecer, etc., etc., etc.? ¿Puede mi ser -yo mismo-
identificarme con aquello que poseo? ¿Quién es el que posee qué? ¿Quién es
aquel del que se dicen ciertas habilidades o inhabilidades? Si me identifico
con lo que poseo, ¿qué sucederá cuando deje de poseer algo; dejaré de ser yo
para ser alguien distinto del que ahora soy?
El
único fracaso en esta existencia es no preguntarse por sí mismo, el adorar
ídolos, que, como tal, son nuestros propios productos. Adorar la creación de sí
mismo, ¿adónde me deja? ¿No será que rebaja nuestra propia riqueza? Pero… ¿Me
animaré a mantener abiertas las preguntas e intentarlas responderlas con mi
propia vida?
(*)
Profesor de Filosofía. Docente en nivel medio, terciario y universitario.
[1] Al presentar el escrito para ser
publicado, se me sugirió modificar el título, ya que éste no refería en esencia
al contenido “central” del texto.
Si bien, y en rigor de honestidad para quien lea las
páginas que siguen, debo confesar que adhiero en parte a la observación realizada,
me niego a cambiar el título en virtud de que él –según creo- da mejor cuenta
del espacio vital en el que acontecieron -resonaron y encontraron palabra- las
reflexiones que pongo en circulación para ser completadas.
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