Pascua: Fiesta de nuestra liberación integral

 


“Por Cristo, con Él y en Él” 

“Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua”

(Evangelii Gaudium 6)

 

Por Aníbal Torres

Frente a una cultura hegemónica que reduce todo al consumismo y al inmediatismo, como cada año, la Semana Santa nos permite hacer memoria. Muchos se preguntarán, ¿memoria de qué? De la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, aquel de quien Simón-Pedro, y con él la comunidad cristiana primitiva, dirá que “pasó haciendo el bien”. De hecho, en cada celebración eucarística se dice que es por Cristo por quien el Padre “concede al mundo todos los bienes”.

Celebrar estos sagrados misterios es sumergirnos en la dinámica (y en el don desbordante e inmerecido) de nuestra liberación integral. ¿Por qué digo "integral"? Porque no se trata solamente del paso de la esclavitud a la libertad, de una nueva forma de vida en un pueblo y para un pueblo -como en la Pascua judía-, sino también de la liberación de toda forma de pecado, entendiendo lo pecaminoso como la ruptura de las relaciones más importantes: con Dios, con uno mismo, con los demás y con la Creación.

El cristianismo asume la memoria liberacionista tan cara al pueblo de Israel, pero celebra además la liberación de las ataduras de la muerte personal y social para entran en la Vida “en abundancia”, como dice el Evangelio de Juan.  

La importancia de la Pascua se expresa incluso en el calendario: mientras la Navidad (donde se celebra el misterio de la encarnación del Verbo) ocupa aproximadamente unos 40 días -contando el tiempo de Adviento-, la celebración del misterio pascual se prolonga por 50 días (hasta Pentecostés, con la venida del Espíritu Santo prometido) y es precedida por los 40 días del tiempo cuaresmal.

La Cuaresma es inaugurada con el “miércoles de ceniza” (después del carnaval), jornada que abre el “tiempo favorable” para la renovación y la conversión personal, comunitaria y estructural de cara al acontecimiento pascual. Los “remedios” tradicionales que la comunidad cristiana tiene frente al mal son la limosna (amor operante, efectivo y afectivo), la oración (en el recogimiento con el Amado) y el ayuno (de todo aquello que estorba y empaña el despliegue del amor). Vale señalar que estos “remedios” no son un invento de la Iglesia, sino que fueron señalados por el propio Jesús, quien, como se recuerda en el tiempo cuaresmal, antes del inicio de su ministerio público fue tentado por el demonio en el desierto, luego de sentir hambre tras ayunar “40 días con sus noches”. El tentador, aquel que es homicida desde el principio, propuso a Jesús tres tipos de tentaciones: el pan (símbolo del poder económico y del plano biológico), los reinos (símbolo del poder político y del plano psíquico) y el templo (símbolo del poder religioso y del plano espiritual). Como recogen los Evangelios, Jesús no dialoga con el maligno y su defensa es la Palabra divina que Él mismo encarna.

Hacia el tramo final del tiempo de Cuaresma llegamos a la Semana Santa, inaugurada con el Domingo de Ramos o de la Pasión del Señor. La apelación a los ramos de olivo recuerda la entrada pacífica y popular de Jesús en Jerusalén (la ciudad santa), montado en un burrito y aclamado por sus paisanos y paisanas como “el mesías”, “el Hijo de David”, aquel de quien el pueblo dirá "¡Bendito el que que viene en el Nombre del Señor!".      

Al respecto, pedía Leonardo Castellani:

 

"Baja otra vez al mundo,

baja otra vez, ¡Mesías!

De nuevo son los días

de tu alta vocación;

y en su dolor profundo

la humanidad entera

el nuevo oriente espera

de un sol de redención

(...)

Ya pasarán los siglos

de la tremenda prueba;

Ya nacerás, luz nueva

de la futura edad.

Huiréis, negros vestigios

de nuestros duros días.

Ya volverás, ¡Mesías!

en gloria y majestad"

 

Resulta paradógico que así como el pueblo aclama jubilosamente a Jesús como su verdadero mesías (“el ungido”, es decir, “el Cristo del Señor”) largamente esperado por Israel, unos días después -como recoge la liturgia de dicho Domingo- pedirá su crucifixión, tras la traición de Judas Iscariote por 30 vanas monedas, el abandono de los suyos, sus elegidos, incluyendo la triple negación de Pedro antes del canto del gallo.


Aquí cabe la pregunta: ¿Qué imagen de mesías tenían estos hombres y mujeres que seguían a Jesús? Hoy diríamos: ¿Qué imagen de líder tenemos nosotros?


Tras haber compartido la Última Cena (la primera Misa), el banquete del amor expresado en el lavado de los pies (donde Jesús enseña que el más grande debe hacerse el último servidor) y en la acción de gracias (eucaristía) expresada en el pan y el vino -el cuerpo y la sangre, o sea, toda la vida- compartidos en una mesa fraternal y sorora con sus más llegados; tras haber pasado la agonía en el huerto de Getsemaní y la tentación de rechazar el cáliz amargo, propuesta del tentador que Jesús repele pidiendo que se haga la voluntad del Padre y no la suya; tras el beso traidor de Judas ante la Guardia del Templo y la huida de los apóstoles, incluyendo el amado Juan, que correrá desnudo; tras una farsa de juicio, en una componenda religiosa y política, ante el Sanedrín (liderado por los sumos sacerdotes Anás y su yerno Caifás) y las autoridades civiles (el tetrarca Herodes Antipas, buscador de divertimentos, y el procurador Poncio Pilato, famoso por lavarse las manos); tras el abandono de parte del propio pueblo, que prefirió al zelote Barrabás; tras el camino al calvario, entre la burla de muchos y la compasión de muy pocos -María, su Madre, la Verónica, Simón de Cirene -a la fuerza-; aplicarle al manso y firme nazareno los términos de “mesías”, o de “rey”, o incluso de “líder”, lleva a la perplejidad cuando, en un puñado de horas se pasa de la cena pascual al suplicio y expiración en la Cruz, a las 3:00 pm del día siguiente, ante una conmoción cósmica.

  

El Papa Francisco ha dicho al respecto:   

“Sobre la cruz aparece una sola frase: «Este es el rey de los judíos» (Lc 23,38). He aquí el título: rey. Pero observando a Jesús, la idea que tenemos de un rey da un vuelco. Intentemos imaginar visualmente un rey. Nos vendrá a la mente un hombre fuerte sentado en un trono con espléndidas insignias, un cetro en las manos y anillos brillantes en los dedos, mientras dirige a sus súbditos discursos solemnes. Esta es, más o menos, la imagen que tenemos en la mente. Pero mirando a Jesús, vemos que Él es todo lo contrario. No está sentado en un cómodo trono, sino más bien colgado en un patíbulo. El Dios que «derribó a los poderosos de su trono» (Lc 1,52) se comporta como siervo crucificado por los poderosos. Está adornado sólo con clavos y espinas, despojado de todo más rico en amor; desde el trono de la cruz ya no instruye a la multitud con palabras, ni levanta la mano para enseñar. Hace mucho más: en vez de apuntar el dedo contra alguien, extiende los brazos para todos. Así se manifiesta nuestro rey, con los brazos abiertos.”

 

Y prosigue el Santo Padre respecto a este momento donde nada perece tener sentido:

“Sólo entrando en su abrazo entendemos que Dios se aventuró hasta ahí, hasta la paradoja de la cruz, justamente para abrazar todo lo que es nuestro, aun aquello que estaba más lejos de Él: nuestra muerte —Él abrazó nuestra muerte—, nuestro dolor, nuestra pobreza, nuestras fragilidades y nuestras miserias. Él abrazó todo esto. Se hizo siervo para que cada uno de nosotros se sienta hijo, pagó con su servidumbre nuestra filiación. Se dejó insultar y que se burlaran de él, para que en cualquier humillación ninguno de nosotros esté ya solo. Dejó que lo desnudaran, para que nadie se sienta despojado de la propia dignidad. Subió a la cruz, para que en todo crucificado de la historia esté la presencia de Dios. Este es nuestro rey, rey de cada uno de nosotros, rey del universo, porque Él cruzó los más recónditos confines de lo humano; entró en la oscura inmensidad del odio, en la inmensa oscuridad del abandono para iluminar cada vida y abrazar cada realidad…”


Pero Jesús, cuyo “trono” es una Cruz y cuya “corona” es de espinas; el líder que es escupido, azotado, parodiado y despojado por la guardia imperial, no estaba solo en el Gólgota. Junto a Él estaban crucificados dos ladrones, uno de ellos blasfemaba y el otro le hizo una petición que es ejemplar para todos nosotros. Refiere Francisco:

“Esta era la ola del mal que había allí, en el Calvario. Pero también está la ola benéfica del bien. Entre los muchos espectadores, uno se involucra, me refiero al “buen ladrón”. Los otros se ríen del Señor. Él le habla y lo llama por su nombre, “Jesús”. Muchos descargan sobre Él su rabia; él confiesa a Cristo sus faltas. Muchos dicen «sálvate a ti mismo»; él ruega: «Jesús, acuérdate de mí» (v. 42). Sólo pide eso al Señor. Esta es una hermosa oración. Si cada uno de nosotros la recita todos los días va por buen camino, el camino de la santidad: “Jesús, acuérdate de mí”. Es así que un malhechor se convierte en el primer santo. Se acerca a Jesús por un instante y el Señor lo tiene consigo para siempre. El Evangelio habla del buen ladrón por nosotros, para invitarnos a vencer el mal dejando de ser espectadores. Por favor, la indiferencia es peor que hacer el mal. ¿Por dónde comenzar? Por la confianza, por llamar a Dios por su nombre, tal como lo hizo el buen ladrón, que al final de la vida vuelve a encontrar la confianza valiente que caracteriza a los niños, que se fían, piden, insisten. Y con esa confianza admite sus fallas, llora, pero no compadeciéndose de sí mismo, sino poniéndose delante del Señor. Y nosotros, ¿tenemos esta confianza, le llevamos a Jesús todo lo que tenemos en nuestro interior, o nos disfrazamos frente a Dios, quizás con un poco de sacralidad y de incienso? Por favor, no vivan la espiritualidad del maquillaje, es aburrida. Ante Dios agua y jabón, nada más, sin maquillajes, el alma tal cual es. Y de ahí viene la salvación. Aquel que pone en práctica la confianza, como este buen ladrón, aprende la intercesión, aprende a presentar ante Dios lo que ve, los sufrimientos del mundo, las personas que encuentra. Aprende a decirle, como el buen ladrón, “¡acuérdate, Señor!”. No estamos en el mundo únicamente para salvarnos a nosotros mismos, no, sino para llevar a los hermanos y hermanas al abrazo del Rey. Interceder, recordarle al Señor, abre las puertas del paraíso. Pero nosotros, cuando rezamos, ¿intercedemos? “Acuérdate Señor, acuérdate de mí, de mi familia, acuérdate de este problema, acuérdate, acuérdate”. Llamar la atención del Señor” (Francisco, Asti, 2022).

 

Propongo hacer un alto en las enseñanzas sobre Jesús crucificado por los poderosos de su tiempo (el imperio y sus lacayos) y contemplar al nazareno en esa situación de sufrimiento e ignominia. Jorge Luis Borges, quien tenía una forma peculiar de relacionarse con el cristianismo,[1] escribió al respecto:

 

“Los pies tocan la tierra.
Los tres maderos son de igual altura.
Cristo no está en el medio. Es el tercero.
La negra barba pende sobre el pecho.
El rostro no es el rostro de las láminas.
Es áspero y judío. No lo veo
y seguiré buscándolo hasta el día
último de mis pasos por la tierra.
El hombre quebrantado sufre y calla.
La corona de espinas lo lastima.
No lo alcanza la befa de la plebe
que ha visto su agonía tantas veces.
La suya o la de otro. Da lo mismo.
Cristo en la cruz. Desordenadamente
piensa en el reino que tal vez lo espera,
piensa en una mujer que no fue suya.
No le está dado ver la teología,
la indescifrable Trinidad, los gnósticos,
las catedrales, la navaja de Occam,
la púrpura, la mitra, la liturgia,
la conversión de Guthrum por la espada,
la Inquisición, la sangre de los mártires,
las atroces Cruzadas, Juana de Arco,
el Vaticano que bendice ejércitos.
Sabe que no es un dios y que es un hombre
que muere con el día. No le importa.
Le importa el duro hierro de los clavos.
No es un romano. No es un griego. Gime.
Nos ha dejado espléndidas metáforas
y una doctrina del perdón que puede
anular el pasado. (Esa sentencia
la escribió un irlandés en una cárcel.)
El alma busca el fin, apresurada.
Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.
Anda una mosca por la carne quieta.
¿De qué puede servirme que aquel hombre
haya sufrido, si yo sufro ahora?”

 

Más allá de las legítimas licencias poéticas que no dejan de expresar, acaso, una forma de relacionarse personalmente con estos acontecimientos e interpretarlos, veamos a continuación la profesión de fe que se puede llegar a hacer desde la participación en la comunidad de discípulos misioneros de Cristo. Lo que sigue es, según entiendo, un verdadero “programa pastoral” que se desprende del leño de la Cruz:   

   

“Oh Cruz de Cristo, símbolo del amor divino y de la injusticia humana, icono del supremo sacrificio por amor y del extremo egoísmo por necedad, instrumento de muerte y vía de resurrección, signo de la obediencia y emblema de la traición, patíbulo de la persecución y estandarte de la victoria.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo alzada en nuestras hermanas y hermanos asesinados, quemados vivos, degollados y decapitados por las bárbaras espadas y el silencio infame.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los rostros de los niños, de las mujeres y de las personas extenuadas y amedrentadas que huyen de las guerras y de la violencia, y que con frecuencia sólo encuentran la muerte y a tantos Pilatos que se lavan las manos.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los doctores de la letra y no del espíritu, de la muerte y no de la vida, que en vez de enseñar la misericordia y la vida, amenazan con el castigo y la muerte y condenan al justo.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los ministros infieles que, en vez de despojarse de sus propias ambiciones, despojan incluso a los inocentes de su propia dignidad.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los corazones endurecidos de los que juzgan cómodamente a los demás, corazones dispuestos a condenarlos incluso a la lapidación, sin fijarse nunca en sus propios pecados y culpas.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los fundamentalismos y en el terrorismo de los seguidores de cierta religión que profanan el nombre de Dios y lo utilizan para justificar su inaudita violencia.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los que quieren quitarte de los lugares públicos y excluirte de la vida pública, en el nombre de un cierto paganismo laicista o incluso en el nombre de la igualdad que tú mismo nos has enseñado.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los poderosos y en los vendedores de armas que alimentan los hornos de la guerra con la sangre inocente de los hermanos, y dan de comer a sus hijos el pan ensangrentado.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los traidores que por treinta denarios entregan a la muerte a cualquier persona.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los ladrones y en los corruptos que en vez de salvaguardar el bien común y la ética se venden en el miserable mercado de la inmoralidad.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los necios que construyen depósitos para conservar tesoros que perecen, dejando que Lázaro muera de hambre a sus puertas.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los destructores de nuestra «casa común» que con egoísmo arruinan el futuro de las generaciones futuras.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los ancianos abandonados por sus propios familiares, en los discapacitados, en los niños desnutridos y descartados por nuestra sociedad egoísta e hipócrita.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en nuestro mediterráneo y en el Mar Egeo convertidos en un insaciable cementerio, imagen de nuestra conciencia insensible y anestesiada.

Oh Cruz de Cristo, imagen del amor sin límite y vía de la Resurrección, aún hoy te seguimos viendo en las personas buenas y justas que hacen el bien sin buscar el aplauso o la admiración de los demás.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los ministros fieles y humildes que alumbran la oscuridad de nuestra vida, como candelas que se consumen gratuitamente para iluminar la vida de los últimos.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en el rostro de las religiosas y consagrados –los buenos samaritanos– que lo dejan todo para vendar, en el silencio evangélico, las llagas de la pobreza y de la injusticia.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los misericordiosos que encuentran en la misericordia la expresión más alta de la justicia y de la fe.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en las personas sencillas que viven con gozo su fe en las cosas ordinarias y en el fiel cumplimiento de los mandamientos.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los arrepentidos que, desde la profundidad de la miseria de sus pecados, saben gritar: Señor acuérdate de mí cuando estés en tu reino.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los beatos y en los santos que saben atravesar la oscuridad de la noche de la fe sin perder la confianza en ti y sin pretender entender tu silencio misterioso.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en las familias que viven con fidelidad y fecundidad su vocación matrimonial.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los voluntarios que socorren generosamente a los necesitados y maltratados.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los perseguidos por su fe que con su sufrimiento siguen dando testimonio auténtico de Jesús y del Evangelio.

Oh Cruz de Cristo, aún hoy te seguimos viendo en los soñadores que viven con un corazón de niños y trabajan cada día para hacer que el mundo sea un lugar mejor, más humano y más justo.

En ti, Cruz Santa, vemos a Dios que ama hasta el extremo, y vemos el odio que domina y ciega el corazón y la mente de los que prefieren las tinieblas a la luz.

Oh Cruz de Cristo, Arca de Noé que salvó a la humanidad del diluvio del pecado, líbranos del mal y del maligno. Oh Trono de David y sello de la Alianza divina y eterna, despiértanos de las seducciones de la vanidad. Oh grito de amor, suscita en nosotros el deseo de Dios, del bien y de la luz.

Oh Cruz de Cristo, enséñanos que el alba del sol es más fuerte que la oscuridad de la noche. Oh Cruz de Cristo, enséñanos que la aparente victoria del mal se desvanece ante la tumba vacía y frente a la certeza de la Resurrección y del amor de Dios, que nada lo podrá derrotar u oscurecer o debilitar. Amén”.

(Francisco, Vía Crucis, Coliseo, 2016)  

 

Ahora bien, estas consideraciones pueden dar crédito a la afirmación de que mientras el cristianismo occidental pone el énfasis en la Cruz, el cristianismo oriental acentúa la Resurrección. En verdad, podríamos decir, son las dos caras de una misma moneda, por lo cual resultan complementarias. Es como si tomamos un tapiz: en el reverso se ven solamente hilos, nudos, no se entiende nada, pero cuando lo damos vuelta, contemplamos la belleza de las formas que componen un conjunto armonioso.  

Así, una vez que Jesús fue descendido de la Cruz y entregado a los brazos amorosos de su Madre desconsolada y dolorosa, fue puesto en el sepulcro que el cripto discípulo José de Arimatea había comprado. Tras el sábado de gloria, en el cual María es modelo perenne de esperanza para todos los creyentes, llegamos así al acontecimiento que marcará para siempre al cristianismo y al núcleo de su anuncio de redención: la constatación del sepulcro vacío y las apariciones del Crucificado que ahora es el Resucitado. La Pascua de Jesús, es la fiesta de nuestra liberación integral, el motivo de alegría para cada uno, para cada comunidad y para todo el mundo. Así, Pascua es el "golazo" de Dios en favor de Su pueblo.

El gran troparion pascual o Christos anesti, en griego Χριστός νέστη es el característico en la celebración de la Pascua ortodoxa en las iglesias que siguen el rito bizantino. También se canta en algunas iglesias católicas de rito oriental.[2] En un gesto de fraternidad ecuménica lo propongo a continuación:

 

“Cristo ha resucitado de entre los muertos
pisoteando a la muerte con la muerte
y otorgando vida a aquellos en las tumbas”

 

Nuestra imagen de Jesús no puede y no debe quedar reducida a una estampita o a las caracterizaciones más o menos logradas -según la opinión de cada uno- que recordamos de las interpretaciones artísticas (sea en la pintura, la escultura, el cine, el teatro o la literatura).


Jesús camina “hoy” con nosotros, miembros del “santo pueblo fiel de Dios”, que es Su Iglesia, que peregrina solidariamente con la humanidad y es portadora de una "Buena Noticia del Pesebre a la Cruz", como dice una canción popular en muchas comunidades parroquiales.  ¿Queremos ver al Señor? Lo encontramos en el sacramento de los pobres, en aquellos crucificados de la historia, llamados a ser bajados de las cruces a través de una liberación integral que ningún “payaso de mesianismo” sino solamente Cristo puede inspirar en quienes se comprometen con la acogida y la preparación de Su Reino, ya presente pero todavía no consumado. San Agustín lo entendió bien: Jesús es vencedor porque fue víctima, fue "el siervo sufriente" del que hablara Isaías. No lo olvidemos: el Crucificado es el Resucitado. 


Con el deseo de que vivamos en plenitud la Semana Santa y de que tengamos una Feliz Pascua de Resurrección, culmino esta humilde reflexión personal con los versos de Martín Valsameda (poema que a veces fuera atribuido a Gabriela Mistral):  

 

“¿De qué quiere Usted la imagen?
Preguntó el imaginero:
Tenemos santos de pino,
Hay imágenes de yeso,
Mire este Cristo yacente,
Madera de puro cedro,
Depende de quién la encarga,
Una familia o un templo,
O si el único objetivo
Es ponerla en un museo.
Déjeme, pues, que le explique,
Lo que de verdad deseo.
Yo necesito una imagen
De Jesús El Galileo,
Que refleje su fracaso
Intentando un mundo nuevo,
Que conmueva las conciencias
Y cambie los pensamientos,
Yo no la quiero encerrada
En iglesias y conventos.
Ni en casa de una familia
Para presidir sus rezos,
No es para llevarla en andas
Cargada por costaleros,
Yo quiero una imagen viva
De un Jesús Hombre sufriendo,
Que ilumine a quien la mire
El corazón y el cerebro.
Que den ganas de bajarlo
De su cruz y del tormento,
Y quien contemple esa imagen
No quede mirando un muerto,
Ni que con ojos de artista
Solo contemple un objeto,
Ante el que exclame admirado
¡Qué torturado mas bello!
Perdóneme si le digo,
Responde el imaginero,
Que aquí no hallará seguro
La imagen del Nazareno.
Vaya a buscarla en las calles
Entre las gentes sin techo,
En hospicios y hospitales
Donde haya gente muriendo
En los centros de acogida
En que abandonan a viejos,
En el pueblo marginado,
Entre los niños hambrientos,
En mujeres maltratadas,
En personas sin empleo.
Pero la imagen de Cristo
No la busque en los museos,
No la busque en las estatuas,
En los altares y templos.
Ni siga en las procesiones
Los pasos del Nazareno,
No la busque de madera,
De bronce de piedra o yeso,
¡mejor busque entre los pobres
Su imagen de carne y hueso!”

 


 



[1] Al respecto recomiendo los estudios del Dr. Lucas Adur y su grupo de investigación en la Universidad de Buenos Aires. 

[2]Χριστός ανέστη εκ νεκρών,
θανάτω θάνατον πατήσας,
και τοις εν τοις μνήμασι,
ζωὴν χαρισάμενος!”

“Christos anesti ek nekron,
thanato thanaton patisas,
ke tis en tis mnimasin,
zoin charisamenos!”

 

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