Un amor nace

 


Por Aníbal Germán Torres

“Esta noche un amor nace,

niño y Dios, pero no ciego,

y tan otro al fin, que hace

paz su fuego

con las pajas en que yace”

(Luis de Góngora y Argote)

El 19 de diciembre de 1843, Charles Dickens publicó por primera vez A Christmas Carol (“Un cuento de Navidad”), un texto centrado en la redención de Ebenezer Scrooge, un hombre de negocios (o sea, que negaba el ocio) avaro, tacaño y solitario, cuya única preocupación eran “las ganancias”. Si bien de la popular obra nos llegan versiones incluso en teatro y cine, al parecer Dickens escribió este cuento como una respuesta a las duras condiciones sociales de la época victoriana. El autor quería así despertar la conciencia sobre las desigualdades sociales y la importancia de ayudar a los más pobres.

Cabe recordar que, en el cuento, el descreído Scrooge recibe las visitas nocturnas de los fantasmas o “espíritus” de las Navidades Pasadas (que le recuerdan su historia), Presente (que le muestra cómo incluso otros menos afortunados que él celebran la Navidad, más allá de estar atravesados por la necesidad y la ignorancia) y Futuras (que le indican que si sigue como está irá derecho a la tumba y los demás se repartirán sus bienes de manera carroñera). La moraleja, acompañada de piadosos villancicos, es que la verdadera “inversión” de la vida es amar y compartir lo que se tiene, sea mucho o poco.  

A diferencia del personaje de Dickens, nosotros no contamos con esas tres advertencias nocturnas y oníricas, más allá que, fuera de la ficción, la interpretación de los sueños es algo complejo. También, claro está, hoy por hoy no hay reparo en consumir. De hecho se lo hace desenfrenadamente, al punto de asediar a la Navidad, a la auténtica, en tanto Natividad del Dios con nosotros, el Emmanuel. Así, año a año son más sofisticadas las estrategias publicitarias que predican a un falso dios, es decir, a un ídolo: el consumismo. Doy algunos ejemplos:

Por un lado, una gran empresa que se siente muy a gusto con el libre mercado no deseaba una “Feliz Navidad” sino “felices compras navideñas”. Es decir, la felicidad pasa por el hecho mismo de consumir, no por el acontecimiento al que remite la Navidad. Por otro lado, y sobre todo en estas fechas, pululan pautas comerciales donde se suele ver a personas (parejas, grupos de amigos, etc.) prácticamente “adorar” a un electrodoméstico (sea un teléfono nuevo, una TV cada vez más grande, un aire acondicionado, o cualquier otro artefacto). O sea, la Natividad no sería la del Señor de la historia, que adviene al mundo en pañales, como es común en la fragilidad propia de los recién nacidos, sino que lo que se “celebra” es la adquisición de un producto nuevo no para el hogar, sino para la vivienda. Así, esta caricatura de la Navidad no celebra a la Vida irrumpiendo en la vida, brotando, desplegándose donde antes no había nada. Desde la equívoca noción de que cada uno es fuente de sí mismo, según el pensamiento autorreferencial que campea en nuestra época, carecería de sentido celebrar a quien nos recuerda la fuente de la cual brota y se despliega nuestra existencia.   

Por otra parte, como el consumismo también tiene sus rituales ex ante, durante y ex post, la simbología navideña queda reducida también a las sonrisas (artificialmente blancas) de la minoría de ultra-ricos y famosos que, tras su nochebuena, suben a las redes sociales las fotos para que los demás vean qué bien que lo pasaron; fotos consumidas por quienes -en muchos casos- prestaron atención a los “gurú” sobre cómo “sobrevivir” a la mesa navideña, sea a las comidas y/o a los comensales.  

Para muchos, resulta mejor no hablar de valores como entrega, solidaridad, compartir fraterno con los propios y con los desconocidos; u olvidar a los seres queridos que ya no están en la mesa de Navidad; o no practicar sinceros gestos de paz y pequeños actos de bondad. Se prefiere no hacer memoria agradecida de un acontecimiento salvífico, único, que remite al “pesebre” o “belén”, recreación “teatralizada” que debemos a Francisco y Clara de Asís, Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila, y que cada vez más es borrada de la parafernalia de luces y colores “Cocacola” con las cuales muchas ciudades desean celebrar la Navidad, según la entienden y promueven las autoridades civiles, que de una sana laicidad se deslizan hacia el neopaganismo, que confunden identidad con intolerancia, historia con mito, y que de última prefieren la religiosidad difusa y supersticiosa a las auténticas expresiones de piedad o mística popular. 

Lo que está en el fondo de todo esto, de la mano del consumismo desbocado y narcotizante, es una transformación antropológica, con la noción de “fiesta” que muchos se empecinan en presentarla de manera desencarnada. Puesto que las “energías” y “decretos” del “universo” acompañadas de olor a sahumerio o palo santo y vestimentas “blancas” remiten a una divinidad “spray”, no va quedando lugar para el Dios que entra en la historia humana para asumirla y redimirla de asfixiarse sobre sí misma, para salvarla de un humanismo que, olvidando la necesidad de la gracia que eleva, es atraída por la gravedad que abaja.[1] Muchas veces olvidamos que una auténtica fraternidad sólo puede fundarse en la común filiación que no anula las diferencias.  

Asimismo, no es cierto que todo tiempo pasado fue mejor: Dios no le suelta la mano a la humanidad y así como vino en el Niño Jesús de Belén “para alegría de todo el pueblo”, viene en los “santos de la puerta de al lado” y vendrá al final de los tiempos. Tampoco es cierto que todos debamos escuchar obras célebres como el “Oratorio de Navidad” de Bach o la “Misa Criolla” de Ariel Ramírez: Gracias a Dios, de manera poliédrica, cada pueblo con su cultura tiene elementos hermosos de inculturación para templar los corazones para poder así contemplar el misterio tremendo y fascinante del nacimiento de Jesús, el Cristo, es decir, el Mesías pobre, el Ungido del Señor. 

Nuestro mundo desolado y ensombrecido por la guerra (ese monstruo “grande que pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente”) que promueven los Herodes ebrios de poder, la desigualdad (porque pese a que hay bienes creados y desarrollados para todos, lo que falla es la distribución), la agresión a la Casa Común (por un paradigma tecnocrático y hegemónico) y la revolución de la inteligencia artificial sin parámetros éticos (que hace que lo falso parezca verdadero), necesita volver a ponerse en camino con María Inmaculada, la dulce y purísima, “la llena de Dios y tan nuestra”, y con José, el dotado de justicia, creatividad y un verdadero “corazón de padre”. Camino a Belén de Judá (símbolo de las periferias de todo imperio), los dos

“Parecían dibujitos
Atravesando el desierto,
Los dos a punto de entrar
En el Nuevo Testamento”[2]

Con los pastores, símbolo de que la Buena Nueva del Reino-deseo de Dios vino preferencialmente a los pobres (los trabajadores mal pagos o los que están sin empleo, los migrantes y refugiados, las mujeres y los niños abusados, los enfermos, los privados de libertad, los que están solos y abandonados, y un largo etcétera.); con los Sabios, símbolo de que el Evangelio se manifiesta a todos los pueblos y culturas; y con los animales, el árbol, la estrella y los ángeles, símbolo de que la Creación entera se conmueve; entremos con toda nuestra vida, sobre todo con nuestras “poquezas” o miserias, al pesebre donde, una vez más, quiere nacer Jesús, aquel anunciado desde antiguo por los profetas y a quien Juan el Bautista no se sentía digno de desatarle las sandalias pero sí de prepararle el camino, aquel deseado del pueblo y del alma humana, aquel que del pesebre a la cruz testimonió que su vida fue un despojarse, aquel que deja al corazón humano con ganas de más, aquel “Dios pequeño que se puede tomar en brazos y cubrir de besos, un Dios cálido que sonríe y respira, un Dios que se puede tocar y que vive”.[3] 

Así, entonces, al disponernos al encuentro con ese amor que nace, que se encarna, que vino como luz en medio de las tinieblas, surge una pregunta para la cual hay que hacerse tiempo y deponer cualquier máscara: “¿qué ha traído Jesús realmente si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído? La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios. Aquel Dios cuyo rostro se había ido revelando primero poco a poco desde Abraham hasta la literatura sapiencial, pasando por Moisés y los profetas; el Dios que sólo había mostrado su rostro en Israel y que si bien entre muchas sombras, había sido honrado en el mundo de los pueblos; ese Dios, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios verdadero, Él lo ha traído a los pueblos de la tierra. Ha traído a Dios: ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y con él la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor. Sólo nuestra dureza de corazón nos hace pensar que esto es poco. Sí, el poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero constituye el poder verdadero, duradero. La causa de Dios parece estar siempre como en agonía. Sin embargo, se demuestra siempre como lo que verdaderamente permanece y salva. Los reinos de la tierra, que Satanás puso en su momento ante el Señor, se han ido derrumbando todos. Su gloria, su doxa, ha resultado ser apariencia. Pero la gloria de Cristo, la gloria humilde y dispuesta a sufrir, la gloria de su amor no ha desaparecido ni desaparecerá”[4]

 



[1] Cf. Simone Weil. La gravedad y la gracia.

[2] Fragmento de la canción “Carpintería José”: https://www.youtube.com/watch?v=1ShE2zJpldg

[3] Jean Paul Sartre, Bariona o il figlio del tuono. Racconto di Natale per cristiani e non credenti.  

[4] Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. Jesús de Nazaret. Primera parte. 2007.

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