El “milagro ruandés”: de la tragedia genocida a la reconstrucción nacional
Por Martin Aroza Gari (*)
“Quien desee éxito
constante debe cambiar su conducta con los tiempos”
(Nicolás
Maquiavelo, El Príncipe)
Ruanda ostenta una de las economías de más rápido
crecimiento en África. Con un crecimiento interanual proyectado en su PBI del
orden del 7% entre 2024 y 2025, la transformación de este golpeado país supera
pronósticos a nivel internacional.
Ruanda
en el mundo: sus orígenes
Localizada en la región de los Grandes Lagos de África
Oriental, Ruanda es conocida como “la tierra de las mil colinas” por su
geografía montañosa. En términos comparativos, su población es menor a la de la
Provincia de Buenos Aires, con alrededor de 14 millones de habitantes, pero
concentrada en un territorio apenas más extenso que el de Tucumán, contando con
solo 26.338 km² de superficie.
Como casi todos los Estados africanos contemporáneos,
Ruanda obtuvo su independencia tras un prolongado período de dominación
colonial. En la Conferencia de Berlín de 1885, fue integrada al África Oriental
Alemana. Sin embargo, tras la Primera Guerra Mundial, Bélgica recibió el
mandato de la Liga de las Naciones para administrar el territorio. Con la
administración belga, se acentuaron las divisiones raciales entre grupos
étnicos, al punto tal que las tarjetas de identidad clasificaban a las personas
como “hutus”, “tutsis” o “twa”. Este tipo de segregación legalizada generó
dinámicas políticas y sociales propias, con efectos devastadores para la
posteridad.
La etnia tutsi, favorecida durante la época colonial con
puestos de poder en la administración local, ha sido históricamente una minoría
poblacional. Tras la abolición de la monarquía tutsi en 1959 se instauró una
República hutu, que en 1962 consiguió finalmente la independencia. Sin embargo,
lejos de alcanzarse la paz, el nuevo gobierno del partido Parmehutu practicó una política de persecución y expulsión de la
comunidad tutsi, que desde el exilio formó grupos rebeldes contra el apartheid impuesto de facto. En las
décadas posteriores, los medios de comunicación, especialmente radiofónicos,
jugaron un papel fundamental en la exacerbación de los discursos supremacistas,
dando el nombre de “cucarachas” a los tutsis y llamando de manera infame a
“cortar los árboles altos”.
El
genocidio de 1994
Organizada desde el exilio, la guerrilla del Frente
Patriótico Ruandés (FPR) inició la guerra civil en 1990 contra el gobierno del
presidente hutu Habyarimana. La radicalización del conflicto pareció encontrar
un freno con la firma de los Acuerdos de Arusha en 1993, que prometían un
próximo gobierno de concertación. Sin embargo, con la muerte del máximo
mandatario el 6 de abril de 1994 en un misterioso atentado aéreo, el caos se
desató en Ruanda.
Durante un período de 100 días, entre abril y junio de
1994, entre 800.000 y un millón de tutsis fueron masacrados a manos de milicias
civiles y estatales. Hutus moderados también corrieron la misma suerte, al ser
acusados de traidores. Con machetes, garrotes y armas de fuego, las fuerzas de
choque implementaron un plan sistemático de exterminio, cuyo saldo fue el
asesinato de alrededor del 70% de los tutsis que habitaban el país.
La ONU, en lugar de reforzar su Misión de Asistencia para
Ruanda, decidió evacuar a la mayoría de los casos azules allí presentes. Frente
al silencio cómplice de la comunidad internacional, la contraofensiva del FPR,
liderado por el Comandante Paul Kagame, logró derrotar militarmente a las
fuerzas gubernamentales. No obstante, con el fin del genocidio, tampoco cesó la
incertidumbre. Aterrorizados por las posibles represalias, millones de hutus
buscaron huir a los países vecinos, acrecentando la crisis humanitaria en la
región de los Grandes Lagos.
El
día después del genocidio y la reconstrucción
Con el FPR a la cabeza, la formación de un nuevo Gobierno
de Unidad Nacional buscó excluir del poder político a los líderes del genocidio
y juzgar a sus responsables. Paul Kagame se convirtió en el líder de facto del
proceso de reconstrucción nacional, lo que en el año 2000 lo condujo a la
primera magistratura del país.
La política de reconciliación nacional vedó la
diferenciación legal entre grupos étnicos y promovió la memoria y la
convivencia. La identidad unificada “ruandesa” es hoy el sello de un país que
durante el siglo XXI ha venido atravesando un complejo proceso de desarrollo
económico y modernización. Bajo una concepción tecnocrática, el gobierno de
Kagame ha sabido dar nuevo fundamento al Estado ruandés, posicionándolo como un
líder regional indiscutido.
Con un sorprendente promedio de crecimiento del 8% anual
del PBI durante las últimas dos décadas, una política de apertura a inversiones
extranjeras, una diversificación tecnológica sostenida y una multiplicación del
presupuesto nacional, Ruanda ha logrado superar un estado de crisis que parecía
terminal. El desarrollo de una política exterior pragmática ha logrado
posicionar al país como un destino turístico global. A través de un branding de alto nivel, la imagen proyectada
de un país seguro, estable y próspero fue ganando terreno entre audiencias
extranjeras.
Iniciativas comerciales de alto impacto como el sponsor “Visit Rwanda”, presente en camisetas de
equipos futbolísticos de élite como PSG, Arsenal o Bayern München, dan cuenta
de una estrategia comunicacional de proyección internacional. Yendo aún más
allá, Ruanda se convirtió en septiembre de 2025 en el primer país africano en
ser anfitrión del Campeonato Mundial de Ciclismo UCI. Las campañas de marketing y la organización de eventos
internacionales han sido pilares de una política exterior que privilegió en
buena medida la diplomacia pública y deportiva.
Tensiones,
denuncias y desafíos
¿Habrá leído el cuatro veces presidente Paul Kagame a
Nicolás Maquiavelo? La idea no parece descabellada, si entre el incierto azar
de la fortuna, nos determinamos a
identificar en este personaje la virtú
con que conduce los destinos del Estado. La mutación personal junto al cambio
de los tiempos aparece como una característica clave. De acuerdo a la necessità, este líder se alzó como tutsi
en 1994 para frenar el genocidio, pero una vez al mando de la política de
pacificación, la primacía del gentilicio “ruandés” fue definida como garantía de
unidad nacional.
En términos políticos, el precio a pagar por el proceso
de pacificación y reconciliación se manifiesta en un hiperpresidencialismo
capaz de acaparar el control de las instituciones públicas. Resultados
electorales abrumadores, que superan el 90% de votos para el FPR de Kagame, dan
cuenta de un sistema de partido único de facto, con ausencia de competencia
democrática real. Sumado a las denuncias de autoritarismo, organismos
internacionales como Human Rights Watch
o Amnistía Internacional han señalado al Estado ruandés por violaciones a los
derechos humanos (censura, detenciones arbitrarias, desapariciones, ejecuciones
extrajudiciales).
Por un lado, en el plano interno, Ruanda enfrenta aún hoy
problemas estructurales. En las zonas rurales periféricas a la capital, Kigali,
la pobreza persiste entre la mayoría de la población. A esto se suma una alta
densidad demográfica que ejerce presión sobre la tierra cultivable, y una
dependencia de ayuda externa que permanece vigente. Por otro lado, en el plano
externo, el crecimiento económico de Ruanda le ha permitido acrecentar su poder
militar. Las acusaciones se ciernen sobre el financiamiento a guerrillas que
operan en su “vecindario” más inmediato, produciendo un reguero de víctimas a
su paso. El grupo armado M23 ha avanzado tenazmente sobre los territorios
orientales de la República Democrática del Congo, colindantes a la frontera con
Ruanda. En este escenario de conflicto, la carrera por el control de minerales
tan codiciados como el coltán, excede la escala regional, y pasa a ser una
disputa global por la obtención de materias primas indispensables para el
desarrollo de las industrias tecnológicas. Mientras tanto, los controvertidos números
oficiales muestran un apoyo electoral cuasi unánime para Paul Kagame, quien en
el plano externo tampoco encuentra dificultades para ser recibido y firmar
acuerdos con Estados Unidos, la UE, el Reino Unido, Rusia o China.
La política no es cosa de ángeles. Ruanda parece
activamente conciente de esta máxima; así lo demuestra en el ejercicio sin
miramientos de la realpolitik. Tanto
en el plano interno como externo, el pragmatismo le ha garantizado importantes
resultados materiales y simbólicos. Estados y agencias occidentales se muestran
abiertos a premiar a un “buen alumno” del desarrollo, mientras que el requisito
de ser un “vecino pacífico” o un “campeón democrático” permanecen en un segundo
plano.
Admirable y complejo, objetable y controvertido, el
proceso de reconstrucción nacional y reinserción internacional de Ruanda reflota
una multiplicidad de interrogantes clásicos.
Primero: ¿qué modelo de desarrollo es deseable y cuál es
posible de acuerdo a las circunstancias?
Segundo: ¿cuál es el precio a pagar?
Tercero —y fundamental—: ¿quiénes deberán, en definitiva, cargar con los costos?
Con sus luces y sombras, el llamado “milagro ruandés” nos
da pistas clave para orientar el debate entre desarrollo, estabilidad política,
libertades civiles y derecho internacional.
(*) Estudiante de la Licenciatura en
Ciencia Política (Universidad Nacional de Mar del Plata, UNMdP). Investigador
del Observatorio de Política Internacional (UNMdP).
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