Profesión de fe literaria



Aún no sabemos casi nada y querríamos adivinar

esa última palabra que no nos será revelada nunca.

 El frenesí de llegar a una conclusión

es la más funesta y estéril de las manías.

 

Gustave Flaubert,

citado por Borges en “Vindicación de Bouvard y Pécuchet

 

Por Lucas Adur (*)

Días pasados releía una de mis novelas preferidas, Elizabeth Costello, del premio Nobel sudafricano J. M. Coetzee. Como quizás sepan, la novela está protagonizada por una escritora, Elizabeth –que más de una vez cita a Borges– y se nos narran momentos de sus últimos años de vida, ya consagrada: discursos, polémicas intelectuales, recepción de premios. En el último capítulo, una suerte de ensoñación kafkiana, Elizabeth se encuentra en un pueblo de frontera, ante una puerta. Para pasar, debe declarar ante un extraño jurado cuáles son sus creencias. Esa declaración es la clave para poder franquear –o no– el portal hacia lo que sigue –donde, llega a entreverse, una luz aguarda–. Quiero citar sus palabras, el modo en que se comprende y define a sí misma:

 

Soy escritora y lo que escribo es lo que oigo. Soy una secretaria de lo invisible, una de las muchas que ha habido en la historia. Esa es mi vocación: secretaria al dictado. No me corresponde interrogar ni juzgar lo que me es dado (…) Una buena secretaria

no debe tener creencias. Es inadecuado a su función. Una secretaria simplemente debe estar disponible, esperar la llamada.

 

Hay notorios ecos borgeanos en esa respuesta. Por un lado, Borges sostuvo varias veces que no tenía “creencias”, sino que, en cierto modo, estas quedaban subordinadas a aquello que debía escribir:


Yo quería repetir que no profeso ningún sistema filosófico […]. Yo no tengo ninguna teoría del mundo. En general, como yo he usado los diversos sistemas metafísicos y teológicos para fines literarios, los lectores han creído que yo profesaba esos sistemas, cuando realmente lo único que he hecho ha sido aprovecharlos para esos fines, nada más. Además, si yo tuviera que definirme, me definiría como un agnóstico, es decir una persona que no cree que el conocimiento sea posible.

 

También, especialmente en sus últimas décadas –aquí hay desplazamientos notorios con respecto de sus convicciones juveniles– manifestó que su literatura no era mera invención sino que respondía a una inspiración, a un llamado, a un dictado. Así, por ejemplo, se refiere a la escritura de sus letras de milonga:


Yo he recorrido los corredores de la Biblioteca Nacional; he caminado por las calles del barrio Sur, que quiero tanto; por el Norte y por el Centro y, de pronto, he sentido que algo estaba por ocurrir. Entonces he tratado de aguzar el oído, he tratado de no intervenir y luego he comprendido que me estaba ocurriendo una milonga. Las milongas se han compuesto solas y creo que no he tenido necesidad de escribirlas; habré cambiado una o dos palabras, pero nada más. Todo eso ha salido de un viejo fondo criollo que tengo y no ha significado ningún esfuerzo para mí. Al mismo tiempo, no puedo comprometerme a escribir un libro de milongas porque eso depende de que tales momentos, esas visitas del Espíritu Santo […] ocurran.

 

Como quizás hayan notado, la respuesta de Elizabeth y las de Borges, tienen elementos que parecen tensionar entre sí: por un lado, se niega tener creencias; por otro lado se acepta la existencia de una fuente misteriosa –“lo invisible”, dice Elizabeth; Borges habla un poco irónicamente del “Espíritu Santo”–. ¿Entonces? Lo importante, de todos modos, casi siempre, no es la respuesta sino la pregunta que sigue resonando: ¿en qué cree un escritor? La respuesta es evidente: en la literatura.

Toda esta larga introducción me sirve para plantear lo que brevemente quisiera compartir hoy. Lo podría formular casi como una adivinanza, jugando con el título del libro que no convoca: ¿Qué tienen en común Borges y el papa Francisco?: la literatura. O si, se me permite, la fe en la literatura.

 

¿Qué quiere decir la fe en la literatura? ¿Qué quiere decir para un escritor y qué quiere decir para un papa? Empecemos por el escritor.

Yo creo que para Borges la fe en la literatura quiere decir básicamente dos cosas. Por un lado, la convicción de que la dedicación, la consagración a las letras, pueden justificar una vida. Esta certeza recorre la obra de Borges de punta a punta. Permítanme recordar dos lugares. Uno es el final de uno los más bellos ensayos que firmó el joven Borges y que se titula, justamente, “Profesión de fe literaria”:


Yo he conquistado ya mi pobreza; ya he reconocido, entre miles, las nueve o diez palabras que se llevan bien con mi corazón; ya he escrito más de un libro para poder escribir, acaso, una página. La página justificativa, la que sea abreviatura de mi destino, la que sólo escucharán tal vez los ángeles asesores, cuando suene el Juicio Final (en El tamaño de mi esperanza, 1926).

 

En “De la salvación por las obras”, incluido en Atlas (1984), ya no se trata solo de “justificar” un destino individual, sino la especie entera. Imagina Borges en este pequeño relato que los dioses se reúnen para juzgar a los hombres. Una de las divinidades señala que estos han creado “un arma invisible que puede ser el fin de la historia. Antes que ocurra ese hecho insensato, borremos a los hombres”. [Borges piensa, quizás, en la bomba atómica en esos días de Guerra Fría]. Pero otro de los dioses replica:


Es verdad. Han imaginado esa cosa atroz, pero también hay ésta, que cabe en el espacio que abarcan sus diecisiete sílabas.

Las entonó. Estaban en un idioma desconocido y no pude entenderlas.

La divinidad mayor sentenció:

Que los hombres perduren.

Así, por obra de un haiku, la especie humana se salvó.

 

Fe en la literatura, entonces, es creer que esta puede ser un destino, puede dar sentido, justificar una vida –o muchas vidas: todas las vidas–. El escritor discute aquí con quienes consideran la literatura una ocupación trivial, frívola, una suerte de lujo innecesario.

Por otro lado, creer en la literatura es creer que es una forma de comprender el mundo. Hay una célebre boutade borgeana, que se suele repetir, en la que el escritor asegura que la metafísica y la teología son “ramas de la literatura fantástica”. Se suele leer esta declaración como un modo de ridiculizar a la teología –y no niego que algo de eso haya– pero no debe ignorarse que lo que se está afirmando también es el estatuto epistemológico de la ficción, capaz de igualarse a los discursos especulativos más importantes del pensamiento occidental. La literatura es para Borges un árbol frondoso: sus ramas son capaces de recubrirlo todo. Creo que esta apuesta a la ficción como forma de conocimiento del mundo es otro de los modos centrales de la “fe” borgeana.

Pasemos ahora, brevemente, a Bergoglio. Sabemos que no consagró su vida a la literatura, aunque quizás podría decirse que la consagró a la Palabra y al Misterio. Sabemos, él mismo lo ha declarado, que ha “amado” muchos poetas y escritores a lo largo de su vida (Dante, Dostoievski, Borges mismo). Sabemos que estudió y enseñó literatura. Sabemos que, en una ocasión memorable, llegó a convocar a Borges para hablar con sus jóvenes estudiantes sobre la poesía gauchesca. Sabemos que consideró la literatura como clave en su formación sacerdotal y que propuso –ya como papa– que se la integrara y se le diera un lugar privilegiado en la formación de los sacerdotes –y otros agentes pastorales–. Sabemos, en síntesis que, como Borges, Bergoglio creía en “los poderes de la literatura”, en que era una forma de conocimiento: “Las pala­bras de los escritores me han ayudado a comprenderme a mí mismo, a comprender el mundo, a mi pueblo” (“Carta a los poetas”).

Hay algo más, que Bergoglio entiende bien. En este afán por indagar el mundo, el corazón humano y las formas de lo divino, la literatura debe, no sé si no tener límites, pero, al menos, tener unos límites muy distintos de los que tienen otros discursos. Algo así dicen Borges y Elizabeth cuando afirman que un escritor no puede tener “creencias propias” (léase, en este sentido, pre-juicios), cuando sostienen que son secretarios al dictado, que escriben aquello que les es dado escribir, sin juzgarlo –aunque sea el monólogo de un asesino–. Que se arriesgan. En esto, creo, piensa Bergoglio cuando les dice a los poetas que su trabajo es “dar palabra a cuanto el ser humano vive, siente, sueña, sufre” y que no teman incomodar, inquietar, que no teman a las críticas.  

Esta apuesta radical, que incluyó más de una vez ser una voz disonante, a Borges le ha valido más de un problema, incluso con la iglesia. En los años setenta, un monseñor de cuyo nombre no quiere acordarse acusó a Borges de “vanidoso, ateo y anticristiano”. Bergoglio, como dije, acá lee bien: no solo invitó al escritor a su clase, siendo un joven profesor, sino que, décadas después, como papa, citó a Borges en una carta sobre la importancia de la literatura. De ser “censurado” por la Iglesia a ser citado en un documento papal: la trayectoria habla de cómo cambiaron los modos de leer a Borges, o más en general, los modos de leer o lisa y llanamente, de cómo cambió el mundo.

Para ir finalizando: creo que la coincidencia fundamental en la manera en que Borges y Francisco entienden la literatura está en considerarla una forma de conocimiento capaz de captar la complejidad muchas veces contradictoria de la existencia. La literatura permite conocer el mundo preservando el misterio sin “el frenesí de llegar a una conclusión”, entendiendo que muchas veces el enigma es más importante que la respuesta (“Abenjacán el Bojarí”), que ciertos significados no pueden reducirse a un concepto (“Carta a los poetas”). Permite adentrarse en la diversidad de lo particular, sin generalizaciones ni abstracciones, confiando en la verdad de lo particular y concreto (“El arte nunca es platónico”, Borges; “la poesía no habla de la realidad a partir de principios abstractos”, Francisco). Para el arte, como para Jesús según Wilde, no hay más que excepciones.

Por último: el encuentro histórico entre Borges y Bergoglio, en el colegio Inmaculada Concepción de Santa Fe (justo en esa ciudad) pone de manifiesto otro rasgo central de su fe literaria: la apertura y la generosidad con la que confiaban en la obra de los jóvenes. El diálogo de Borges con los jóvenes –y sobre eso escribí en el libro– fue constante a lo largo de toda su vida. Por eso me alegra especialmente que esa “fe”, que sostuvo luego María Kodama en los concursos que organizó en la Fundación Borges, y que continúan hasta hoy, se plasme en esta iniciativa conjunta de la Fundación y el Instituto Cervantes: publicar un libro con relatos de jóvenes, confiar, creer que en ellos y ellas reside la literatura que nos ayudará a comprender el futuro.

 

(*) Doctor en Letras (UBA), investigador del CONICET e integrante de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges.

 

El presente texto fue leído por el autor en la presentación del libro El papa Francisco, Borges y la literatura, publicado por el Instituto Cervantes y la Fundación Internacional Jorge Luis Borges. La presentación se realizó el 10 de mayo de 2025 en la Feria del Libro de Buenos Aires. Participaron Luis García Montero, Victoria Kodama y el autor de esta presentación.


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