Adviento 2024. Canastas de viaje
Por Sandra Hojman (*)
Termina el
primer cuarto del siglo XXI; hemos atravesado una pandemia y nos abruman múltiples
afrentas a la paz y la concordia. Durante ese 2020 que se pierde como pasado
remoto, hemos repetido la urgencia de sanear hábitos y vínculos hacia mayor conciencia
del valor de la vida; y luego lo hemos resignado, como tantos descubrimientos
nodales. Y, aun así, el Hijo del Hombre se empeña en nacer, en trastocarnos las
rutinas repitiendo su Aquí estoy. Tal vez el desafío urgentísimo y prioritario
para el Adviento, hoy, no sea recibir su divinidad, sino recuperar saberes
desde los cuales acoger la humanidad. Un auténtico Nacimiento exige –sigo
creyéndolo- espacios cálidos y oscuros en que germinar a la ternura y la
compasión, en los que la Vida se atreva a brotar.
En lo
pequeño habita tanta inmensidad
Las señales
resultan apocalípticas. El devenir de las relaciones sociales, internacionales
y con el planeta parece transcurrir hacia catástrofes que los poderosos se
niegan a detener. Se acrecienta la brecha entre los más ricos y los más
desamparados, así como el cinismo con que se profesa la “libertad” de
destruirnos unos a otros. La capacidad lúdica se torna apuesta; la creatividad
se orienta al consumo para mayor enriquecimiento de los de siempre; el
desarrollo científico inventa armas de letalidad biológica, espiritual y
emocional, así como estrategias comunicacionales de creciente aletargamiento de
las singularidades. El neoliberalismo está acabado y nos arrastra con él a la
debacle. En ese escenario, alumbra el Adviento: esa decisión eternamente
repetida de abrazar la humanidad, encarnándose en sus vulnerabilidades. Hace
décadas, en alguna de las crisis económico-sociales a las que los argentinos
estamos cíclicamente acostumbrados, Raúl Perrupato, sacerdote referente de mi
barrio y mi ciudad, circuló una frase para este tiempo litúrgico. Llora un pueblo. Dios responde: Navidad.
Urge creer en la potencia de ese pacto, que espera por nuestro compromiso.
Hemos creído
ciegamente en la supervivencia del más apto, la competencia como progreso, la
adaptación a cualquier costo, la superioridad de la especie por sobre todo lo
creado y de unas razas sobre otras; redundaría decir a dónde nos ha llevado. Cuando
tanto de lo que profesábamos sobre nosotros mismos se ha desvanecido, ¿cómo
recrear una cultura en la cual los rasgos distintivos de lo humano se sostengan
y profundicen, para abrirle paso a esa Vida Nueva? Y, en tal caso, ¿cuál sería
el nodo de lo humano, en el imperio de las tecnologías y los desarrollos
postorgánicos?
En La teoría de la bolsa como origen de la
ficción, Úrsula Le Guin comparte que, en el inicio de la cultura, fue
fundamental la fabricación de sacos contenedores. Canastas para semillas y
frutos, morrales de herramientas, redes de arrastre, sujetadores de bebés, bolsos
de medicinas y tantas otras concavidades han sido más centrales e incluso más
antiguas que las lanzas y garrotes de la dominación. Involucrada con las
mujeres y varones de aquellas primeras eras, interrogándome acerca de qué implica
ser humanos, sospecho que la tarea primordial podría ser una vez más sostener
la vida y acompañar su despliegue. Frente a las crónicas de héroes, batallas,
matanzas, Úrsula propone volver a narrar leyendas de debiluchos y torpes, y pequeños granos de cosas más pequeñas que una
semilla de mostaza. Cuentos de redes, bolsas, pozos que acogen semillas. Huecos
donde la vida surge, es cobijada, se nutre, toma fuerzas y se despliega aun
rodeada de arideces. ¿Podemos hoy entramar albergues mínimos, en los cuales el
Sol de lo Alto se sienta recibido?
Pesebres
Cuenta la
historia que fue en una de esas oquedades, el vientre de una joven, donde
sucedió el milagro. Una muchacha desconcertada frente a la dimensión de lo que
se le propuso; la imagino abrumada, respiración agitada, aliento suspendido,
como en esas ocasiones en las que intuimos el misterio que nos habita y no
comprendemos cómo responder a él. Seguramente hayamos experimentado alguno de
esos momentos cumbre en que la inmensidad estalla en la temporalidad, arrebata
la conciencia y se instala brevemente pidiendo réplica; probablemente
conozcamos el escozor, la urgencia, el titubeo y el ahogo. En esas instancias,
desde nuestras pobres fuerzas, nos sorprendemos capaces de acunar inéditos, o
mejor, de dejarnos gestar y parir por la novedad indescriptible. Niña atrevida,
María, lanzándose al sí pese a las perspectivas de rechazo y mala mirada de
vecinos y parientes; y a convencer al novio acerca de su decencia, desafío cumplido
gracias a los abismos soñadores de José. Pareja de campesinos, artesanos
tejiendo su vida como un manto en el cual lo eterno se colaba cual hebra predominante.
Creando posada, desde la precariedad, para la abundancia que los acechaba.
Lucas puntualiza
que la prima Isabel se mantuvo oculta durante los primeros cinco meses de
gestación. ¿Qué lleva a una pareja bendecida de tal modo, a esconder la
progresión del vientre? Acaso, como en todo leudado, se demande calma,
oxigenación, alimento y humedades adecuadas, en lugar de las ansiedades de
vecinos y parientes. Ambiente que sostenga la incertidumbre, creando las
condiciones para el cumplimiento de la promesa. Un padre enmudecido por el
asombro, palabra oxidada, interrumpida: ¿cómo se nombra el estallido vital,
cuando las esperanzas parecen perdidas? En períodos de honda desazón como el
que estamos transitando, se hace menester hacer silencio, en un ambiente
oscuro, para sostener las preguntas y contemplar la terquedad con que la vida
se abre paso sin amilanarse. Frente al agobio del sinsentido, es preciso
suspender las respuestas automáticas y propiciar el regazo adecuado, acallar
palabras y acciones para dejarnos resonar en la Voz; para que la Palabra encarne
y su potencia irrenunciable empuje el movimiento.
María descubre
la necesidad de su prima y, fiel a su arrojo, sale sin demora a acompañarla. La
anciana –según los parámetros de la época, claro; posiblemente rondase los 50 o
55 del climaterio- se halla recibiendo a su unigénito. Arriba la niña y en ese
estrujón estallan las palabras. Se ungen mutuamente como soportes del misterio;
se anticipan recreadoras de comunidad. Ayer y hoy, los niños irrumpen en
tierras áridas; vislumbro allí la ronda, cohorte de comadres procurando algún
reparo, en la llegada a un mundo hostil. Cuántas mujeres hoy se reconocen unas
a otras baluartes, sanadoras, perplejas parteras de lo nuevo; mujeres que, en
pleno desconcierto, siguen apostando por el cuidado. La fragilidad inicial requiere
especialmente canastas de amparo, canciones entrelazadas que desafíen las
intemperies.
No hay nadie en tu familia que lleve tal
nombre. ¿Qué va a ser de este niño? El
profeta sobreviene como acontecimiento desgajado de los ancestros próximos,
ligado directamente con lo Alto; y sin embargo, su padre recupera el habla al
hilarlo a la tradición, congregando las tribus en nombre del Di-s de Israel que ha visitado y redimido a
su Pueblo, recordando su santa Alianza. Algunas certezas mínimas, frente a
los pregones de autosuficiencia que nos invaden: no hay desarrollo por fuera de
la interdependencia; ni el universo comienza en nosotros. Somos hijos de una
historia que alberga y compromete, desafía, cuestiona y se deja provocar; y sólo
en el diálogo con esos orígenes puede anidar el descubrimiento.
Resuena además,
en Isabel, el gran número de abuelas que, como la Nelly Romero, al menos en mi
América Latina sostienen los crecimientos de sus nietos y nietas, allí donde
padres y madres han sido atropellados por el consumo y diversidad de
violencias. Mujeres, algunos varones, que trascienden achaques para erguirse en
pilares, desgranando la cotidianeidad en amasados y tareas escolares, estirando
mesas, declinando noches para el insomnio de esperar a quienes no siempre
regresan. En todos los sectores sociales, abuelas cuna. Reparo, consuelo,
incluso para aquellos que se antojan sin salvación, recorriendo esquinas y centros
de detención: cobijando a los incobijables. Otras que, tantas décadas después,
aguardan el encuentro con los que fueron arrancados de los senos maternos o
nacieron en la tortura. En todas ellas, el Adviento se va haciendo carne.
Según el relato
de Lucas, María retorna al hogar y se topa con la noticia del censo. Se debaten
los motivos, el momento histórico de dicho empadronamiento y aun la
obligatoriedad del traslado, al menos para las mujeres, que no tenían bienes
propios para declarar. Sin embargo, para nuestra reflexión podemos considerar la
imposición del invasor, con fines de control poblacional, incremento de la
opresión económica y tal vez algún intento de subrayar las rivalidades entre
tribus, para minar la organización popular en aquellas épocas de lucha armada.
¿Cómo se posicionan estos jóvenes frente al poder político, legal aunque
ilegítimo y cruel, de los romanos y sus delegados? O, más propiamente, ¿con qué
intenciones la comunidad de Lucas registra este hecho de tan dudosa precisión
histórica? Confluyen los especialistas en la necesidad de entroncar a Jesús en
la tradición de David, acentuando el cumplimiento de las promesas, en lo que
abunda Mateo. Acaso no hayan sido tiempos para desafiar a los poderosos, en
particular frente a la proximidad del nacimiento. No obstante, ubicar al Niño
en la estirpe davídica implica un pronunciamiento respecto de la opresión; de
Belén nacería el liberador del pueblo, quien genuinamente ostentaría el título
confirmado por la narración lucana en la Cruz: Éste es el Rey de los judíos. Podríamos pensar que, detrás de una
aparente “apoliticidad” –de la que tantos se jactan hoy día, como si fuese
posible formar parte de la sociedad humana sin posicionarse respecto de los
deseos sobre los modos de convivir, aunque más no sea desde el desencanto o la
indiferencia- pueden entreverse los sueños de una comunidad liberada, que
trascienda los límites tribales hacia la tierra que no sólo mana leche y miel sino que las comparte
con todos.
Marcos, en
cambio, dice sencillamente que Jesús vino
de Nazaret, y en varios versículos ubica dicha aldea como la tierra natal.
También Juan sitúa la procedencia del Maestro en ese lugar ignoto de Galilea;
tan desconocido que en el primer testamento no se menciona ni una vez. Ambas
narraciones hacen hincapié en la irrupción de lo imposible, ¿acaso de Nazaret puede salir algo bueno?
Justamente allí, en la geografía impensada, allí donde se quiebra toda
previsión, entre aquellos en quienes no se espera ni se confía; de allí procede
el hombre nuevo, el trastocamiento fundamental de la historia. En esos
territorios, anidan también hoy las promesas. Dice Alejandro Mayol: Creo en una tierra nueva, bajo esta misma
ciudad; crece en silencio y madura, por las cerraduras se puede espiar. Creo
que bajo los puentes corre agua de manantial. Trascendiendo las miradas
moralistas y cuidándonos de la romantización del desamparo, animémonos a buscar
en los confines las señales del amanecer y construyámosles un cobijo en el que
logren retoñar…
Regreso al relato
de Lucas. La pareja se lanza a unos seis días de camino a propósito del censo;
los estudiosos coinciden en los criterios por los cuales podría haber escogido
la ruta del Jordán. Si bien no se trataba de la más breve ni menos escabrosa,
permitía andar en caravana, con aquellos que se dirigían hacia Jerusalén. Itinerario
en desniveles, depresiones y pequeñas cumbres, amplitudes térmicas en temporada
de lluvias. Suelos fangosos, agotamiento, varias noches al frío del descampado.
Sabiduría del desierto, donde la compañía ofrece la posibilidad de compartir
recursos y saberes, protección de los ladrones, conversaciones inspiradoras. En
nuestros páramos existenciales, qué indispensable se torna la experiencia
colectiva para recordar que, en la orfandad, rodeados de salvajismo
individualista, podemos todavía optar por el encuentro, entrelazar las vidas,
multiplicar redes. Con otros, dibujar caminos entre las piedras.
Como familia
pobre, transitando por esa ruta evitaban los peajes romanos; y permanecían en
territorio judío, evadiendo el riesgo de cruzarse con beduinos, samaritanos y
gentiles. En la zona, igual que hoy, imperaban la miseria y los conflictos
fronterizos; el extranjero se consideraba enemigo y se lo combatía en nombre de
Dios. La preocupación por la pureza étnica y ritual, y sobre todo la disputa
por el dominio de la tierra y el acceso al mar siguen tan vigentes como otrora
y producen un clima de terror constante. Dos pueblos que se saben víctimas, y
por ello se arrogan el derecho a venganzas de violencia creciente. En este
marco, sólo puedo hacer presente la revolución del galileo nacido tal vez en
Palestina, que se dejó agitar por el diálogo con samaritanos, sirofenicios,
romanos y otros muchos que le permitieron expandir la conciencia hacia la
interculturalidad. Que su memoria, así como la de tantos varones y mujeres
comprometidos con el respeto y cuidado en la diversidad, inspire a quienes pueden
detener el horror.
Cuántos jóvenes
y familias se desplazan a lo largo de los siglos, expulsados por las guerras,
las persecuciones, la indigencia o remontados por sus sueños; cuántos se apartan
de la tierra, a pie, a nado, cruzando montañas, trepando muros, escabulléndose
de los controles o en la insensibilidad organizada de los aeropuertos. Cuántos se
distancian de paisajes y caricias, para afrontar lo desconocido. Nos rodean
migrantes de todo origen: los que cambiaron geografías, idioma, costumbres; los
que prueban suerte en otras barriadas u oficios; los que se asoman de improviso
a las comunidades. Traen en la piel esperanzas, temores y soledades, el
cansancio a cuestas, el frío incrustado en las entrañas. ¿Qué encuentran en
quienes los ven llegar? Cuán necesaria la posada, los leños llameantes, el
aroma a comida, que tantas veces no están disponibles para ellos. Hacer sitio a
esa vida que llega y nos regala su diferencia, es otro modo de habitar el
Adviento.
Otros relatos de alojamientos
Historias de pozos
… amar es un surco
humilde y oscuro,
que reclama al grano
para ser fecundo.
Mauricio Silva
Estos versos nutren, a mi
gusto, la misma perspectiva alterada. La pregunta resulta imprescindible:
¿dónde reside la fecundidad, que permite que Lo Que Viene se manifieste? Un
grano en el silo, un páramo que no cuenta con viento o pájaros proveedores, el
agua sobre la piedra, portan una generatividad en suspenso que sólo se hará
eficaz si se produce el encuentro. No por azar Mauricio fue desaparecido por la
última dictadura argentina, con sus planteos subversivos tan lejanos a la
identificación con los poderosos. Hacernos pozo a la espera; vacío que se deja
penetrar. El juego antropomórfico me lleva a vibrar en el silencio expectante,
en el deseo que late aguardando por esa otredad que trastorne su sentido.
Nuestras prácticas
comunitarias responden a menudo a configuraciones extractivistas asentadas en
la productividad a granel tan propia del capitalismo. Esperamos rendimiento que
responda con fidelidad a las semillas
que plantamos; y así, los apostolados aplastan el tiempo para los encuentros.
Transmitimos verdades absolutas con pretensión de agotar el misterio en
nuestras fórmulas probadas. Una cultura con estas características se agota,
porque se torna estéril, es decir, mera repetición de lo dado, lo ya sabido. La
fertilidad auténtica requiere ahuecarnos para recibir al otro y ofrecerle
espacio donde manifestarse en su novedad. Amar
es dejar aparecer, enseñaba Humberto Maturana: permitir que se exprese
aquella originalidad que el otro, lo otro, trae, con una mirada despojada de
prejuicios, teorías y mandatos. Señalaba el maestro chileno, que se proclamaba
agnóstico, que ése era el modo de mirar de Jesús.
La siembra comienza con la
invención de la agricultura. Detrás de esta perogrullada, aparece la evidencia
de que mucha semilla arraigó en huecos independientes de la actividad humana;
en las imperfecciones del terreno, las huellas de pisadas, los quiebres
producidos por terremotos. La vida no
puede contenerse; la vida se libera, se extiende a través de nuevos territorios
y rompe las barreras dolorosamente, incluso peligrosamente (…) Digo
sencillamente que la vida se abre camino, nos arengaban desde la ficción de Jurassic
Park, treinta años atrás. Se expandirá con nosotros, sin nosotros o a costa
nuestra. Aquí aparece un interrogante. ¿Habría Adviento, inclusive si la
humanidad desapareciera? ¿Se trata de un regalo exclusivo para nuestra especie?
¿Tal vez el resto de la Creación podría expandirse entre el tiempo y la
eternidad, sin esta manifestación específica? En cualquier caso, la provocación
es a involucrarnos con la Encarnación acogiendo su potencia, dejando que nos
atraviese; para que la Eternidad tome nuestra forma y se traduzca en
expresiones culturales concretas. No sabemos de qué se trata, no conocemos el
día ni la hora, pero podemos ir roturando el barro, manteniendo la
flexibilidad, dejando a la vista las grietas para que cuando llegue encuentre
hospedaje.
Se ha escrito mucho ya
acerca de la ética de la hospitalidad. Sólo quisiera subrayar que en la
recepción anida el riesgo de sostener la asimetría. El extranjero llega a un
sitio desconocido, donde otros, desde la superioridad de los dueños de casa, le
otorgan el beneficio de acogida. Graciela Diker, resonando con Hannah Arendt,
abarca en la categoría de extranjeros a niños y jóvenes, que invaden el mundo
con su novedad y desestabilizan lo instituido. Desde esta perspectiva, los
recién llegados son legítimamente interrogados, se les exige el cumplimiento de
normas y un acomodamiento al entorno que, por decirlo de algún modo, redondea su
otredad. Aquello que pudiera resultar disruptivo en cualquier sentido debe
quedar fuera, por renuncia o disimulo, para preservar el hospedaje. ¿Hasta
dónde permitimos que la absoluta alteridad nos sacuda –la de cada otro, e
incluso la del Nazareno? ¿O será que le requerimos que se ajuste a nuestras
iglesias, nuestros saberes sobre Él, nuestras teologías y prácticas
comunitarias, al Reino que nosotros “ya conocemos”?
Una faceta peculiar de jerarquización
ocurre cuando miramos al otro como necesitado,
es decir, como a quien le falta algo
-los adolescentes que adolecen, por
ejemplo, lo cual según la RAE remite a defectos, vicios o enfermedades…- y por
ende requeriría ser completado por nuestra solidaridad, sabiduría o lo que
fuere. (Algo bien distinto a reconocer la injusticia estructural en los
múltiples atravesamientos con que genera sufrimiento en algunas poblaciones más
que en otras, para sostener los privilegios de los mismos de siempre). Por esa
abertura se deslizan múltiples ismos
y centrismos, referidos a la etnia,
la raza, la generación, el género, la especie y otros que ni siquiera han sido
nominados. Esta advertencia insta a revisar profundamente los modos de
organización y convivencia, en lo macro pero también en lo microsocial, donde
podemos incidir con mayor soltura desde los lugares que habitamos
cotidianamente.
Cuando la acogida se
enfoca en preservar lo que venía siendo, revierte en hostilidad. Las culturas-otras,
definidas en términos de tiempo -otras generaciones- o de espacio tiempo -otras
etnias-, nos resultan amenazantes y activan las múltiples facetas del rechazo.
El diferente se designa parásito, y se despiertan las defensas inmunitarias
para asimilarlo, neutralizarlo, desalojarlo o aun, convertirlo... Podríamos citar sobrados ejemplos, a lo ancho del
planeta. Vale agregar que aun el Jesús histórico podría tornarse
desestabilizador. Resulta más tolerable sentarlo en un trono, sujetándolo a
nuestros acreditados emblemas de poder, en lugar de abrazar su manía de no
instalarse jamás en ninguna orilla y su fascinación por los excluidos…
La bendición de los rotos
Para una genuina
hospitalidad será necesario reconocernos incompletos, abandonar toda pretensión
de completitud y absoluto. Sólo quien está tajeado tiene un orificio por donde
puede colarse el otro. Diana Sperling señala:
Si Abraham será bendición, lo será a condición de asumirse como
agujereado, fallido, no-todo; es decir, como abocado al otro y no vuelto sobre
sí, en la autorreferencia que el poder provoca. Porque el poder engaña: hace
creer al sujeto que está completo, que los demás necesitan de él pero no a la
inversa, que la relación al otro es vertical y no, como en realidad es,
horizontal, vacilante, insegura, incierta. Podría pensarse entonces que la “h”
en el nombre es el otro: la alteridad que irrumpe en el sí mismo
descompletándolo. Y ésa, la existencia del otro para hacer de mí un humano, es
la bendición. (Sperling: 2008)[1]
Me conmueve la h, que perturba el nombre; ese suspiro
profundo me remite a los partos, el del nacimiento y el de la muerte. El
verdaderamente otro es quien provoca la interrupción de la respiración, esa
hesitación pasmada que marca el pasaje de un modo de vida a otro absolutamente
desconocido. Los místicos conocen bien la experiencia. Acoger al otro en tanto
otro es arriesgarnos a que la vida se trastorne irremediablemente. Allí reside
la bendición: en las palabras nuevas dichas sobre nosotros a partir de ese
encuentro sin retorno, que nos quiebra para que con los pedazos creemos lo
común.
Si es verdad que somos imagen
y semejanza del Di-s, cada otro es una expresión fragmentaria, única, de la
eternidad inabarcable. Cuando logramos atisbar esa chispa de infinito que cada
otro porta, la epifanía destella para nosotros, nos enmudece, nos deja
suspendidos entre el tiempo y la eternidad. Siendo un acontecimiento liminar,
es habitual que lo evitemos, que cubramos nuestro rostro frente a él; las experiencias
extáticas suelen ser tan embriagadoras como pavorosas. Domesticar la alteridad
acomodándola en los esquemas conocidos nos devuelve el control. Sin embargo, el
misterio es semilla y requiere oquedad donde sembrarse, para que su potencia se
manifieste; y esa revelación nos permite atisbar un brote más del Otro
absoluto.
Imagino en el pozo a la
espera de semilla una hospitalidad sin ninguna exigencia de reciprocidad, que
no requiera que el recién llegado explique nada ni resigne su alteridad, sino
que sea recibido como acontecimiento que amplía las fronteras de lo
preexistente. En el diálogo entre tierra y grano, que no lima las diferencias
sino que las alienta a desplegarse, es posible implantar lo común, combinando
de maneras siempre disruptivas esas manifestaciones del infinito.
Todos estamos invitados a
una receptividad contemplativa, que genere condiciones de emergencia para
semillas desconocidas. Una suerte de traducción de lo que aún no ha sido
nombrado, que lo trae a la existencia. Por supuesto, ese acogimiento nos sume
en el desconcierto, impide planificaciones prolijas, nos deja a merced de la
epifanía. Suelta los nudos con que intentamos inmovilizar al espíritu para
sentirnos seguros. Corre abruptamente el eje de poder, desde quien sabe, tiene y puede -maestro, referente,
padre, tejedor, sembrador y tantos etcéteras- hacia el acontecimiento, que
emerge en la mutua provocación. Kairós; posibilidad de entrever una hebra más
del misterio. Intuyo que si confiáramos de verdad, nos arriesgaríamos a vivir
dejando que la vida se revele, aunque sus sorpresas resulten incómodas. Si la
potencia del acontecimiento recuperara el poder, y renunciáramos a
reglamentarlo, conducirlo o encajonarlo, su generosidad nos extasiaría, invitándonos
a danzar con ella.
Algunos pensadores
sostienen que las creencias clásicas, la religiosa que espera otro mundo y la
revolucionaria que busca transformar el mundo que tenemos, han caído definitivamente.
Se preguntan entonces cómo generar nuevas creencias que permitan atravesar el
profundo escepticismo que invade a la mayoría y lleva tantas veces al
crecimiento de proyectos políticos y sociales que proponen destrucción:
desaparición de los estados nacionales para entregarnos al mercado con el
consiguiente recrudecimiento de los individualismos, ensanchamiento de la
brecha entre los más ricos y los más empobrecidos; o el retorno a regímenes
totalitarios en los que el uso de la fuerza aplaste cualquier diferencia. Las
respuestas balbuceantes circundan esta necesidad imperiosa de entretejidos de
lo diverso. Alternativas infinitas de lo posible pueden emerger en los cruces,
donde brotan las tramas; en esa sutil conversación entre la semilla, la tierra,
el aire, el agua, la luz y los espacios vacíos que alimentan el encuentro.
Subjetividades en cruce
¿En qué
consisten las subjetividades? ¿Somos efectivamente un punto en el planeta, un granito loco en el espacio? Tiendo a
creer que no y surge la imagen del asterisco. El entrecruzamiento de líneas que
provienen de diversas direcciones, configura un centro que cobra entidad sólo a
partir de la originalidad de la intersección. Si se modificara cualquiera de
los trazos confluyentes, el punto sería otro, marcado por otras coordenadas y
por ende con diversas características. Aquello que desde paradigmas modernos se
denominaba individuo acaso no sea más
que la forma única en la cual cristaliza el entramado vital, en un momento
histórico y cultura determinados, en cierta familia de algún sitio peculiar; y
que no deja de transformarse a lo largo de su biografía. El pensamiento
complejo no considera sujetos inmersos en un entorno, sino sistemas de
interacciones que se crean y modifican mutuamente, compartiendo procesos
vitales. Nos construimos en la interrelación recíproca con la red de la cual
somos parte; somos entretejido de inéditos, en las pertenencias que los
habilitan –o no- a prosperar. Acudo aquí nuevamente a esas producciones
culturales primarias: los utensilios de pescadores y recolectores nos muestran
que no existe red sin los nudos que la forman; ni tampoco son posibles
anudamientos por fuera del entrecruzamiento de hilos. Creo que estamos
invitados a reconocernos nudos de esa Red mayor, el sistema de vida que nos
sustenta y necesita ser sostenido en nuestra participación activa. Por ello,
las configuraciones que se demuestran capaces de acoger y desplegar la
vitalidad, de sanar y potenciar, son aquellas que se articulan con otras, que
se nutren en la diversidad y valorizan los aportes de cada elemento. En el
entretejido de asteriscos, se despiertan las potencias.
Que el Diccionario de la
Real Academia formule que se trata de un símbolo en forma de estrella abona la
ocurrencia. La señal en Belén marca ese entrecruzamiento de dimensiones: el
cosmos con la Tierra, la temporalidad con la infinitud, la multiplicidad de
culturas, tradiciones y profecías que hacen cumbre en ese preciso momento y
lugar de la historia. El signo tipográfico se utiliza como llamada, como
referencia a otra expresión. Su potencia no reside en la figura misma, sino en
aquello hacia lo que conduce nuestra atención; una realidad-otra, que se
encuentra más allá y sin embargo
intrínsecamente ligada. Tal como la Estrella, podríamos decir entonces que la
vitalidad de la existencia no se agota en nuestra persona ni el devenir
biográfico, sino que se multiplica porque remite al entramado mayor. Asimismo,
el asterisco alude a omisiones y aperturas en las posibilidades interpretativas
del texto. Qué bello imaginarnos como señales que denoten lo que aún no ha sido
explorado, la falta que pone en marcha el deseo, la h silenciosa de la bendición…
Otro vocablo que asoma es coyuntura, esa trabazón entre huesos que
mantiene la unidad en tanto permite el movimiento. Un punto de cruce, otra
versión del asterisco, donde se concentra la energía que garantiza la
estructura así como su flexibilidad, y paradojalmente resulta el lugar preciso
donde quebrarla. Necesitamos volver a enfocarnos en esos trazos ínfimos de
condensación para contemplar la emergencia del Adviento. Hoy, como milenios
atrás, vislumbramos una combinación peculiar de factores sociales, políticos, ecosistémicos,
que anuncian una ruptura del devenir histórico. Se resquebrajan las
concepciones en torno a la humanidad, sus alcances y límites, así como los
paradigmas de convivencia. Hoy, nos debatimos en la encrucijada entre habilitar
encuentros absolutamente kairóticos con la espiritualidad o seguir
autogestionando nuestra extinción; ese siglo XXI que será místico, o no será. Hoy, se requieren pesebres.
…y entramados de sabidurías
Desde el siglo
IV se fijó la Navidad en la noche en que los romanos celebraban el solsticio de
invierno. El sol que se detiene, que permanece
quieto contemplando la Tierra a la máxima distancia; y, en consecuencia, a
partir de allí comienza a acercarse. Como expresaba más arriba, el Nacimiento surge
como respuesta frente al frío mordaz. Para concebir el invierno como período de
renovación y renacimiento, apremia confiar en crecimientos ocultos que sólo
meses después irán emergiendo.
Fiesta de Mitra,
dios protector, de la justicia, testigo de los pactos de amistad; y otros dioses
solares: memoriales del Dios Invicto, que una y otra vez renace para abrigar
nuestras fragilidades. En las culturas antiguas de todas las latitudes, en
particular las que anticipaban largos períodos de hielo y nevadas, en esas
fechas se fermentaban los granos y se celebraba con las bebidas más fuertes. Me
conmueve la tradición de Yule, con sus largas mesas abiertas a todo peregrino
entre nuestras Navidad y Epifanía: días enteros de comida compartida, brindis
por la vida y encuentro. Quema de troncos decorados, en los que el fuego en
común que brota de la ronda anima al sol a brillar con mayor intensidad.
Inicio, en la Grecia clásica, del mes de Dionisos, el dios extranjero, que remite a apartados anteriores. Patrono de la
agricultura, la comunicación entre vivos y muertos y del éxtasis y la locura
que repican cual Pentecostés; el dios que nos posee, por la seducción de su
música, para que atravesemos la singularidad y nos entronquemos en el drama
colectivo. Tradiciones que, por supuesto, pueden excederse y tornarse
destructivas; pero, a mi gusto, las hemos domesticado, desperdiciando una
fuerza que podría abonar algunos pesebres de hoy.
A modo de recogida
Retomando la
incitación de Le Guin, recupero saberes de la infancia; y en esa tarea
silenciosa en la que el alma también se deja tejer, me dejo llevar.
Entrelazando lanas registro que podemos armar bellas cadenas combinando nudos
en el mismo grupo de cabos; pero para generar un espacio de cobijo, un
contenedor, es menester la combinación. Debo cruzarlos con hilos de al menos
otros dos encadenamientos y finalmente unir el racimo en un atado colectivo. Me
parece entrever que la vida se ampara sólo cuando nos encontramos con aquellos
que provienen de otra soga; que la tarea se completa cuando logramos comunión
con todos.
¿Cuándo y cómo
podemos celebrar esta nueva creación? El relato mítico del Big Bang nos anuncia
que en el principio todo era uno; la energía del todo se fue concentrando sobre
sí misma hasta que el exceso de presión la hizo detonar. En ese punto que algunos llaman orgasmo cósmico, se dio nacimiento a
miles de millones de galaxias, como miríadas de asteriscos brotando del
estallido inicial. Muchos científicos coinciden en que ese origen se estaría
replicando a cada instante, ya que el cosmos se crea y recrea a sí mismo
constantemente. A partir de ese punto común de origen, todo lo que existe,
existió y existirá comparte sustancia, materia y energía; los lazos que nos
unen son inquebrantables. Esta narración reverbera en nuestras tradiciones
judeocristianas; la Navidad, ese encuentro del dios con su pueblo, sucede en un
tiempo kairótico, en el presente eterno de la Espíritu que hace nuevas todas las cosas.
Tal vez, entonces, podamos celebrar la renovación
de la Vida en tanto reconozcamos que somos asterisco en un trama mayor, en la
que la belleza se manifiesta cuando cada quien es reconocido amorosamente en su
originalidad. Cada experiencia puede ser en sí misma fiesta de comunión, en la
cual la convocatoria a vivir en plenitud nos abrace como canasta de viaje y nos
ponga en marcha, para seguir andando juntos hacia la abundancia que nos
reclama.
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