Teresa de Ávila: ni cursi ni tonta, sí alegre y temperamental

 


Por Aníbal Germán Torres (*)

«¡Señor mío y Esposo mío! ¡Ya es llegada la hora tan deseada! ¡Tiempo es ya que nos veamos, Amado mío y Señor mío! Ya es tiempo de caminar. ¡Vamos muy enhorabuena! Cúmplase vuestra voluntad. ¡Ya es llegada la hora en que yo salga deste destierro y mi alma goce en uno de Vos, que tanto he deseado!».

Teresa de Jesús

Mucho antes que llegara la era de las plataformas digitales y que varios personajes públicos tuvieran series que contaran sus grandezas y poquezas, hace 40 años Televisión Española (TVE) ponía a disposición de los televidentes “Teresa de Jesús”. Se trata de una Serie de ocho episodios, de casi una hora cada uno, para rendir tributo a la vida y obra de la gran mujer que se convertiría en la reformadora de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo (Carmelitas). Había nacido el 28 de marzo de 1515, en Ávila, con el nombre de Teresa de Cepeda y Ahumada, y era descendiente de judíos conversos.

En la Serie de TVE, dirigida por Josefina Molina, quien encarnó magistralmente a Teresa fue Concepción Velasco Varona (1939-2023), que para el momento del rodaje, realizado entre 1982 y 1983 en Castilla, Andalucía y Extremadura, ya era popularmente conocida como Concha Velasco. Además del libreto, la gran actriz se inspiró en la biografía que le acercaron, escrita por Marcelle Auclair, junto con la lectura a fondo de los textos teresianos. Pero fue sobre todo en las visitas a los conventos carmelitas donde terminó de desentrañar la clave para encarnar el personaje. Antes del estreno en marzo de 1984, Concha contaba que le había impactado lo que le dijeron las monjas: “a ver si vas a hacer como todas las que hacen de monja, que luego nos ponen muy cursis y muy tontas; y nosotras no somos así”. La actriz tomó esto muy en cuenta y le imprimió al personaje buen humor y gran temperamento, cualidades que la Teresa histórica tuvo.

Además de ilustrar el contexto político, social y cultural de la España en la cual Teresa creció y por la cual anduvo de aquí para allá con sus célebres fundaciones, proponemos abordar su figura desde un aspecto que aparece a lo largo de la Serie, y que entendemos central y actual: la reforma en clave personal, comunitaria e institucional. Es un acercamiento desde una obra de arte (la Serie como tal), que buscó  "materializar lo sublime", según expresó la actriz. Esta aproximación nos parece no menos interesante que otras perspectivas.       

 La reforma en Teresa: “en la mayor sequedad del alma, viene Dios a socorrerla”

“Teresa de Jesús” comienza mostrando a una mujer de 23 años, que hacia 1533 había entrado a la vida religiosa en el Convento carmelita de la Encarnación pero que debió salir de la clausura por problemas de salud. No se sabía bien lo que tenía, pues junto con el malestar físico también se daban cambios en los estados de ánimo (de la alegría a la tristeza). Se llegó a consultar a una curandera que, pese a hacerse esperar, tampoco logró acertar en el remedio para la enferma crónica, al punto que llegaron a darla por muerta, pues estuvo cuatros días en coma. Sin embargo, un aspecto parece que fue realizando la reforma en la propia Teresa, sobre todo a partir de las lecturas espirituales. En tanto mujer que sabía leer y escribir (algo atípico para la época), su tío le regaló un ejemplar del Abecedario espiritual, de Francisco de Osuna (un franciscano contemporáneo) que le sirvió para ir tomando conciencia más profunda del mundo espiritual, afinando su escucha al susurro de Dios. También le hicieron llegar las Confesiones de San Agustín y escritos de Bernardino de Laredo (otro asceta franciscano). Más tarde dirá que “los libros son imprescindibles para el espíritu”, sabiendo que dentro de ella había “un campo de batalla”.


 La reforma en, con y a pesar de mujeres y varones: “Dios escribe derecho en renglones torcidos”

Tal como la entendía y la proponía Teresa, la reforma suponía un movimiento de renovación espiritual que iba mucho más allá de su persona, involucrando a otras y a otros, no siempre receptivos al cambio, que implicaba dejar atrás el relajamiento respecto a la observancia de la reglas de la Orden. En el Convento de la Encarnación (donde convivían unas 180 monjas), Teresa tenía sus detractoras (que le endilgaban supuestos privilegios) y sus adherentes (que reconocían su liderazgo). Estas últimas, en comunión de corazones, la convencieron de fundar el Convento de San José en Ávila, en 1562 (algún tiempo después del episodio místico de la “transverberación”, inmortalizada en la célebre  escultura de Bernini). Comenzaría allí la larga etapa de las fundaciones de casas, cada una con pocas monjas o pocos frailes, según el caso.    

Teresa desdeñaba particularmente las pretensiones de las señoras de la nobleza, sobre todo de la nobleza toledana (la que décadas antes se opuso férreamente al reformista Francisco Jiménez de Cisneros, promovido a Arzobispo primado por la reina Isabel la Católica). La Serie de TVE muestra dos casos ilustrativos de nobles impertinentes: la autoritaria Princesa de Éboli y la sevillana María del Corro (ambas estarían luego implicadas en denunciar a la Inquisición el Libro de la Vida y los supuestos maltratos de Teresa, respectivamente). Con la Princesa los encuentros fueron más bien encontronazos y los diálogos tajantes. A la sola mención de sus requerimientos, Teresa dirá: “estoy harta de las señoras encumbradas que se quieren hacer santas a mi costa”, agregando: “Y esta es de las peores, de las ‘ordeno y mando’”. Cuando la mujer de la nobleza le insinuó un supuesto interés de la madre fundadora por el dinero, Teresa remarcó la dignidad propia de quien abraza la pobreza y se solidariza con los más desfavorecidos: “no me vendo, señora Princesa, es el único lujo de los pobres”.

Ante el interés de la noble mandona por la llamada “beata de Cardona” (una fanática religiosa cuya fama entre algunos ermitaños se debía a su dieta a bese de “comer hierbas” y, más aún, por “la tortura”), Teresa dirá, muy humana y cristianamente: “mucho desconfío de esos rigores, la ansiedad por las torturas suele dar en penitencia de bestias”, agregando: “Los grandes señores necesitan platos fuertes, nosotros le hemos sabido a poco”. Cuando algún personaje le enrostraba su alcurnia, Teresa decía: “siempre he estimado más la virtud que el linaje” y que “la única nobleza que importa es la del corazón”.

Pero también entre las religiosas seguirá teniendo adherentes y detractoras. Cuando en 1571 volvió a Ávila para tomar el cargo de priora del Convento de la Encarnación, donde en ese momento había unas 150 monjas, le declararon la guerra, al punto de que no querer dejarla ingresar a ella, al Padre Provincial y demás miembros de la comitiva. Teresa, aferrada a una imagen de su querido San José, no podía creer la oposición de sus ex compañeras. Fue Juana, su antigua amiga, que no había querido dejar dicho convento, quien pacificó el tumulto entonando entre lágrimas el Te Deum. Teresa decidió que la priora fuese entonces la Virgen de la Clemencia, pues “no se puede esperar mal priorato de la madre de Dios”, dirá a sus hermanas e hijas espirituales.  

En cuanto a los varones, prácticamente desde el comienzo la Serie de TVE muestra que, en general, tenía buena relación con ellos, empezando por su padre y su -ya referido- tío, quienes le prodigaban grandes cuidados. Algunos de sus hermanos, que eran militares, participaron de las empresas españolas en América (“las Indias”), y Teresa trataba de estar al tanto de lo que tanto ellos como los religiosos realizaban en “el nuevo mundo”. El vínculo de Teresa con sus confesores ha sido más bien inestable, dado que muchos de ellos desconfiaban de la veracidad de sus visiones y arrobamientos, al punto de no querer confesarla. Pero en otros encontrará grandes aliados. Con Francisco de Borja (el Duque de Gandía devenido en sacerdote jesuita), hará sus “cuentas de conciencia”. En el Padre Julián de Ávila tendrá a un capellán para las fundaciones y a un servidor leal y compañero de viaje. En 1568 Teresa conoció al por entonces fray Juan de Santo Matía, quien luego adoptaría el nombre de Juan de la Cruz. Quería hacerse cartujo, pero ella, hablándole “de bicho raro a bicho raro” lo convenció de encabezar el brazo masculino de las fundaciones. Sus diálogos en la Serie son profundos y tiernos: “desconfíe de la palabra ‘siempre’, fray Juan, es traicionera”. Juan respondió con los tópicos de su comprensión y de su experiencia de la mística (alusiones a la “noche oscura” y a la “llama de amor viva”). Teresa, refiriendo a las renuncias materiales y afectivas, le dirá: “la vida es continuo duelo”. 



En Beas de Segura, en 1575, al cumplir los 60 años, Teresa conoció personalmente al carmelita Jerónimo Gracián, que por entonces tenía 28 años. Al constatar la juventud del sacerdote (a quien hasta ese momento conocía solamente por intercambio epistolar), la mujer dirá: “¡qué caprichosas son las imágenes!”. Gracián se convertirá en su confesor (otro más) y en un activo promotor de la reforma teresiana. Hablando de nuevas fundaciones, Teresa le dijo: “¡qué extraña veleta es el corazón humano! ¡Me cansa mandar…!”, a lo cual el joven le respondió llamándola “madre capitana”, por su destreza en el gobierno de las comunidades. No obstante, mientras Teresa sentía la llamada a fundar en Madrid, Gracián le hizo desistir para que fundara en Sevilla, sabiendo que a la Madre le ofuscaba ir a Andalucía (“me siento más a mis anchas en Castilla... Andalucía me sofoca”, dijo). Así y todo, en 1575 Teresa fundó en Sevilla, con la conformidad del arzobispo, Cristóbal Rojas, quien se arrodilló para pedirle a la Madre que lo bendijera a él y a los presentes en la solemne procesión hasta el nuevo convento de las descalzas. Por último, y si bien con una toma muy breve, la Serie muestra al rey Felipe II, en 1579, en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, interviniendo a favor de la reforma teresiana, pidiendo al Papa la creación de una provincia de carmelitas descalzos con gobierno independiente, a fin de terminar la persecuciones y hostilidades que les propinaban los carmelitas calzados.  El monarca aludió a los veintidós conventos fundados por el movimiento reformista, defendiendo la descalcez “como una de las preciadas joyas de nuestra Corona”.

Esa intervención del Rey fue clave, porque incluso los colaboradores estrechos de Teresa sufrieron en carne propia las hostilidades de los calzados: a Gracián lo golpearon al punto de darlo por muerto y a Juan de la Cruz lo encerraron, haciéndole vivir y componer su “noche oscura” (Teresa dirá más tarde: “ese frailecito entra en el castillo del corazón sin hacer ruido…lo doblarán pero no lo quebrarán”). Pese a imaginar a sus monjas como “varones fuertes”, hacia el final de su vida la Madre tuvo un juicio negativo sobre la confianza en algunos de esos varones, diciendo con lamentación: “la orden se me escapa de las manos, nunca debí dejarla en manos de los hombres”, esto sobre todo por el Padre Gracián, respecto a quien sentirá cierta mezcla de decepción y traición (“le gusta ser adulado”, dijo).

 


La reforma en la Iglesia: “nada es más nuevo que volver a los orígenes”

Ahora bien, llegados hasta aquí, podemos hacernos dos preguntas: ¿En qué consistió, entonces, la reforma teresiana? Y, ¿cómo interpela a la Iglesia de nuestro tiempo?

Lo que hemos venido diciendo se puede comprender mejor si se señalan cuáles eran los cambios concretos que impulsaron Teresa y sus compañeros y compañeras de las fundaciones: la Serie de TVE permite acercarnos a las modificaciones específicas de la vida religiosa de clausura en aquella época: comunidades pequeñas, eliminación o restricción del tiempo en el locutorio, restricción de la presencia de las señoras seglares en los conventos y las charlas en las celdas. Vida de pobreza (usar sayal y alpargatas), interioridad (cultivar la lectura espiritual y la oración, que “no es para gozar sino para servir”), trabajo manual (“es para mí salud y medicina”, dirá la fundadora) y la sencillez de lo cotidiano (la mística del Dios que se hace encontradizo también “en los pucheros”). Esto sin menoscabo de la afabilidad (“cuanto más santas, más conversables”) y de la auténtica alegría, pues a Teresa, por ejemplo, le gustaba componer canciones y cantarlas con sus monjas, como fue el caso de la cómica poesía-canción “Cristo de los piojos”. En resumen, “ser Marta y María” (o sea, armonía entre labor y contemplación), “pobres en solemnidad”, sin que nadie se haga llamar “doña” (renuncia a los títulos), y sin depender de renta alguna, según los casos, para ganar en libertad evangélica. Así, la reforma teresiana, en tanto camino de perfección, buscaba emular a los ermitaños del Carmelo primitivo, bajo el amparo de "nuestro padre San Elías”, decía Teresa en alusión al profeta.

Particularmente en cuanto a los frailes, la Madre impulsó estas cuatro normas básicas: 1) “que las cabezas estén conformes”, 2) “que aunque tuviesen muchas casas, haya en cada una pocos frailes”, 3) “que traten poco con los seglares, y esto para el bien de sus almas”, y 4) “que enseñen más con las obras que con las palabras”.

En estos señalamientos, con hondo sabor a Evangelio, se condensa el legado de Teresa, aquella que pasó a ser “de Jesús” al retirarse del Convento de la Encarnación. Fue Madre espiritual, escritora mística (pues necesitada tanto la simbolización como el contar lo que experimentaba) e incluso “carpintera” o “arquitecta” de las casas que fundaba por los caminos y cuyos “planos” hacía ella misma.

Cansada de tanto trajinar y convertida en una anciana respetada pero incómoda, con su cuerpo dolorido e imposibilitado de escribir cartas, y su visión disminuida (usaba lentes), su fecunda vida se apagó en el momento que se ejecutaba la reforma del calendario (por disposición del papa Gregorio XIII), expirando el 4-15 de octubre de 1582, en Alba de Tormes, su última parada. En la tierra. Según los testigos, antes de partir de este mundo, la que fuera perseguida por la Inquisición, a causa de las charlatanerías de algunas señoras y algunos señores, y la que se veía a sí misma como una “mala monja”, dijo en brazos de la hermana Ana de San Bartolomé: “Hija de la Iglesia, en ella muero… Finalmente, hija de la Iglesia”.



Dejando de lado el “epílogo” un tanto truculento de la Serie de TVE, nos dirigimos a Teresa de Jesús, a través de la Teresa encarnada genialmente por Concha Velasco (una versión alegre y temperamental, sí; cursi y tonta, no), con la poesía-oración que Hugo Mujica compuso para “Nuestra Teresa”, más allá de los títulos de santa y doctora con los cuales la Iglesia la honró:

“para que todo lo que creemos lo celebremos creándolo,

ora pro nobis;

para que seamos vulnerables a ser atravesados cada día por la flecha del ángel de la creación,

ora pro nobis;

y para que lo que bailamos o pintamos, escribimos o actuamos dé a resplandecer la belleza,

ora pro nobis…”

 

*

Ecclesia reformatasemper reformanda (“la Iglesia reformada, siempre reformándose”), dice el conocido dicho, que es plenamente pertinente para el actual proceso que está viviendo la Iglesia, con las Madres y los Padres sinodales acompañados por el pueblo fiel que peregrina hacia el Reino-Sueño de Dios para toda la humanidad. En este contexto, hace exactamente un año, el Papa Francisco exhortaba en la “memoria de santa Teresa de Ávila” a no olvidar el “fruto maduro de la reforma del Carmelo y de la espiritualidad de la gran santa española”, en tanto “tesoro espiritual de la Iglesia”, desde un carisma encarnado particularmente por otra santa y doctora carmelita: Teresita del Niño Jesús (C’ est la confiance 4). Si bien no hay una sola forma de entender la mística, se ha señalado que “genios fueron San Agustín, San Gregorio, Ambrosio, Bernardo…, pero Dios reservó a Santa Teresa para que fuera el genio de la mística” (Jerónimo Seisdedos, sj). En este registro, incluso literario, concluimos con las palabras que, al parecer, Jesús le dijo a la gran mujer de Ávila, muy querida por el santo pueblo fiel de Dios: “Teresa, si no hubiera cielo, por tí lo crearía”.

 


 


(*) Doctor en Ciencia Política

E.mail: anibalgtorres@gmail.com

 

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