Defender las Universidades Nacionales es defender la Argentina

 


Por María del Lujan Burke (*) y Aníbal Germán Torres (**)

“La Universidad es el centro de la actividad intelectual superior y cumple así un papel social de la más elevada jerarquía. (...) Como bases fundamentales de su acción debe enseñar el respeto a la verdad, desarrollar la aptitud de buscarla con acierto, e inculcar la noción de que es un deber el servicio social. (...) Una verdadera Universidad debe ser el centro cultural de la Nación...”

Bernardo A. Houssay, Función social de la Universidad, 1941.

 

Como es de conocimiento público, la situación de las Universidades Nacionales en Argentina es preocupante. Desde que asumió el gobierno de La Libertad Avanza, hace apenas un poco más de diez meses, el sector no ha dejado de recibir hostigamiento, tanto en lo discursivo como en el plano de la concreción de políticas públicas.

La situación salarial tanto de docentes como de no docentes, muchos de los cuales se encuentran por debajo de la línea de la pobreza, sumado a la escasez de fondos para el funcionamiento de las Casas de Altos Estudios, han puesto a los actores institucionales del sistema (el Consejo Interuniversitario Nacional -CIN-, la Federación Universitaria Argentina -FUA- y las diferentes centrales sindicales) en estado de deliberación y movilización. En este sentido, cabe recordar la realización de dos marchas federales en defensa de la universidad pública, que contaron con amplio acompañamiento de la sociedad. Además, las distintas medidas de fuerza declaradas por las centrales gremiales, fueron complementadas con tomas estudiantiles de Facultades y Colegios preuniversitarios en distintos puntos de país. También se vienen realizando clases públicas en diferentes ciudades, para visibilizar de manera activa el reclamo de la comunidad universitaria.  

En este contexto delicado, nos parece oportuno enfocar tal problema público desde una perspectiva que puede arrojar luz para su cabal comprensión. En este sentido, afirmamos que nos enfrentamos ante un nuevo intento de reforma de la educación universitaria pública pero en el marco más amplio de la reforma del Estado. Asimismo, hay una diferencia por lo pronto de intensidad respecto a lo ocurrido en los años 90’. Durante el gobierno neoliberal de Carlos Menem la política dictada para las universidades estuvo atada a los lineamientos más generales del llamado “Consenso de Washington”. En el contexto de aquella reforma del Estado, se produjo la creación de la Secretaría de Políticas Universitarias (1993) y luego la sanción de Ley de Educación Superior 24.521 (L.E.S, 1995), una medida que fue resistida por los actores del sistema. Como han señalado diferentes especialistas, la matriz burocrática forjada durante el menemismo no ha sido modificada en los aspectos sustanciales por los gobiernos que le siguieron. De hecho, el kirchnerismo llegó a prometer una nueva Ley de Educación Superior, lo cual no se llevó a cabo, más allá de algunas mejoras en cuanto a los fondos para salarios y funcionamiento de las universidades públicas, junto con la creación de las universidades “de cercanía”, un fenómeno que en realidad se originó en los años 90’.

Ahora bien, más allá de los altibajos en las políticas para el sector de las Universidades Nacionales, lo cierto es que ni siquiera en el período menemista hubo un discurso de tanta descalificación y vilipendio hacia las Casas de Altos Estudios, como en el gobierno que encabeza el presidente Javier Milei. Como es sabido, su concepción ideológica radicaliza los postulados neoliberales, al punto de proponerse llevar adelante (algo prácticamente inédito en el mundo) una experiencia anarco-capitalista en la cual ya no se propone la reforma del Estado sino su destrucción “desde dentro”, como dijera llamativamente el primer mandatario. De ahí entonces la diferencia de intensidad que observamos, pues se parte de un supuesto distinto: el Estado, según se esgrime sin tapujos, es visto como una asociación ilícita que oprime a los individuos en su “vida, libertad y propiedad”, según el credo libertario. Ante tal premisa, desde el Gobierno se llega a concluir que todo lo público es malo per se y lo privado debe ser alentado, haciendo oídos sordos a que las democracias avanzadas funcionan con esquemas mixtos de cooperación entre lo público y lo privado.   

En tal dogmatismo se muestra además una gran ignorancia respecto no sólo a la historia del sector (sus “gestas”, como la Reforma de 1918, bajo el gobierno de Hipólito Yrigoyen, o la gratuidad de la enseñanza universitaria desde 1949, bajo el gobierno de Juan Domingo Perón, o los cinco argentinos galardonados con el Premio Nobel, todos ellos egresados de la universidad pública), sino también en cuanto a su funcionamiento (una arraigada cultura institucional de evaluación externa y de autoevaluación, dispuestas a través de la L.E.S.) y, más aún, sus implicancias sociales (en tanto espacio privilegiado para la movilidad social ascendente y los servicios a la comunidad) y económicas (al contribuir al desarrollo científico y tecnológico del país, cuya matriz productiva se nutre en gran medida del conocimiento generado en las Universidades Nacionales). 

Seguramente hay cosas que desde la comunidad universitaria necesitan ser revisadas, empezando por cierta cultura reactiva más que proactiva ante las políticas públicas que cada gobierno dirige hacia el sector. Ahora bien, como ciudadanas y ciudadanos (más allá de rol que tengamos en las universidades -docentes, no docentes, estudiantes, o graduados-) nos duele constatar el maltrato hacia el sector utilizando falacias que no se condicen con la realidad (sea la supuesta falta de auditoría, sea la composición socio-económica de las y los estudiantes supuestamente “de clase alta y media alta”, sea el supuesto “adoctrinamiento”, que desconoce la libertad de cátedra) y que se ve traducido en políticas que ponen en severo riesgo no sólo la subsistencia de las Casas de Altos Estudios (como se desprende del veto presidencial a la Ley 27.757 de Financiamiento Universitario y la confirmación parlamentaria del mismo, pese a los acuerdos transversales que se lograron), sino también el derecho humano a la educación (que incluye la educación superior y universitaria) (según el Protocolo de San Salvador, 13).

Es evidente que cada una y cada uno tenemos mucho por hacer para que las Universidades Nacionales sigan siendo públicas, gratuitas y de excelencia, en una perspectiva humanista y en un clima democrático de respeto a la pluralidad de perspectivas de la comunidad de enseñanza-aprendizaje y de la sociedad en general. Lo que no se puede hacer, al menos éticamente, es dejar que se vilipendie y dilapide algo que generaciones de argentinas y argentinos han construido a lo largo del tiempo y que es tanto parte de nuestra identidad como país como así también ejemplo para otras partes del mundo. No es menor que hace 30 años, al reformarse la Constitución Nacional con elevado consenso de las diferentes fuerzas políticas del momento, se consagraron “los principios de gratuidad y equidad de la educación pública estatal y la autonomía y autarquía de las universidades nacionales” (art 75° inc. 19). Las autoridades gubernamentales, que al asumir juraron cumplir y hacer cumplir la Constitución, deberían ser las primeras en velar por la vigencia irrestricta de estos principios. Lamentablemente, lo actuado hasta aquí, más bien se dirige en sentido contrario.   

 


(*) Doctora en Ciencia Política. Docente universitaria en UNR.

(**) Doctor en Ciencia Política. Docente universitario en UNR y UNSAM.         

        

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