Tomás Moro y Tomás Becket: fe y política en tiempos revueltos
por Aníbal Germán Torres (*)
“¿Qué es un buen soberano?
Es un perro guardián del rebaño,
que con su ladrido hace
huir a los lobos. ¿Qué uno malo? El propio lobo.”
Tomás Moro, Epigrama 115.
“(…) Demasiado te molesto, mi buena Margarita, pero lamentaría mucho que estas molestias duraran más allá de mañana, que es la víspera de Santo Tomás Becket y la octava de San Pedro. Mañana me gustaría ir a Dios. Sería un día muy apropiado y conveniente para mí”
Carta
de Tomás Moro a su hija Margaret (5 de julio de 1635)
Inspirado
en cierta manera en el ejercicio llevado adelante por Plutarco con sus célebres
Vidas Paralelas, propongo reparar en dos personalidades que tienen plena
vigencia para pensar, más aún, para discernir, el vínculo entre política y religión o fe y política, desde
la libertad de conciencia y la responsabilidad del deber, en particular en
tiempos revueltos o en épocas complejas: los santos mártires Tomás Becket y
Tomás Moro.
A lo largo del tiempo, ambas figuras han despertado gran interés, al menos en el ambiente occidental. Basta pensar, por ejemplo, en las películas dedicadas a ambos en los años 60’ del siglo pasado, convertidas en verdaderos clásicos del género biográfico.
Según entiendo, en el caso de Becket, más distante de nosotros en
el tiempo, su casi legendaria figura se nos vuelve más accesible desde la obra
de teatro de Jean Anouilh (Becket o el honor de Dios, compuesta y
estrenada por vez primera en 1959) o la novela histórica de Alfred Duggan (Dios
y mi Ley. Vida y muerte de Tomás Becket, 2001 [1955]). Pero justamente por
esa cierta deficiencia en las fuentes históricas, seguiremos también los datos
brindados por el sitio “La web de las biografías”, que ofrece una visión más completa.
El caso de Moro (o More, en inglés) es distinto: además de haber quedado "inmortalizado" en el famoso retrato que hizo Hans Holbein, desde la biografía de su yerno, William Roper
(casado con Margaret, la hija mayor), se sucederían en el tiempo ese tipo de
abordajes, hasta los estudios de Louis Bouyer (Tomás Moro. Humanista y
mártir, 1986), Anthony Kenny (Tomás Moro, 2014 [1983]) o Didier
Contadini (Tomás Moro. Un humanista coherente en tiempos difíciles,
2016), por nombrar algunos, además de los estudios introductorios a su Utopía
(célebre aporte a la teoría política en cierto contrapunto con El Príncipe
de su contemporáneo Maquiavelo), como el de Joaquín Mallafrè Gavaldà (1984), o semblanzas
varias, como la de Edgardo Mariaga (2024). Teniendo en cuenta las fuentes
mencionadas, a continuación trataré de trazar un paralelismo entre ambas
figuras.
Vidas paralelas
Si
bien ambos nacieron en Londres, Becket llegó al mundo en 1118, en plena Edad
Media, mientras que Moro lo hizo en 1478, cuando tal
época estaba en su fase final, dando paso a la modernidad. Ambos
personajes recibieron parte de su esmerada educación en casa de un alto
dignatario eclesiástico. Así, Becket se formó alrededor de Teobaldo, Arzobispo de
Canterbury (hacia 1141), mientras que Moro creció junto al séquito del Cardenal Morton (1486).
Es de destacar además la formación en Leyes que recibieron Becket y Moro,
como así también las amistades que tuvieron con intelectuales de su tiempo,
como el teólogo y filósofo Juan de Salisbury y
el célebre humanista Erasmo de Rotterdam, respectivamente.
Ambos personajes llegaron a la cumbre de la carrera civil al asumir como Canciller de Inglaterra, en
1155 (bajo Enrique II, de la casa Plantagenet) y en 1529 (bajo Enrique VIII, de
la casa Tudor), respectivamente, desempeñándose con gran eficacia en el cargo
más relevante del Reino, inmediatamente por debajo del Rey. No obstante, podría
decirse que al tiempo que tocaron la gloria humana al servicio del poder civil,
también comenzaría su deslizamiento hacia el drama, viviendo la relación religión-política
en su faz conflictiva in extremis, más allá de haber buscado preservar
la unidad del cristianismo, dentro del cual también fueron resistidos y
combatidos.
Entre la reforma gregoriana y el humanismo
Tanto
Becket como Moro eran partidarios de una Iglesia que se debía una reforma a sí
misma, en el sentido de regresar a la pobreza, la sencillez y la libertad evangélica. Al primero se lo vincula con la llamada reforma gregoriana:
“Después
de lo afirmado hasta aquí, la carrera de Becket hubiera continuado por los derroteros
cortesanos habituales de no mediar un hecho insólito: sus profundas
convicciones personales de independencia y su total apoyo a la corriente
reformista de la Iglesia que, tradicionalmente, se ha denominado como Reforma
Gregoriana en atención a su máximo propulsor, el papa Gregorio VII [(1013-1085)].
Puede considerarse a Tomás Becket como el introductor de los postulados
reformistas en Inglaterra, sobre todo la total independencia de las estructuras
eclesiásticas nacionales con respecto a los deseos del Rey. Naturalmente, esta
cuestión fue la que acabó por enfrentar a los antiguos amigos, al monarca y al
canciller, hasta el punto de deshacer su amistad y convertirles en enemigos con
un trágico final. Pero esta situación de enfrentamiento no arredró a Becket,
que continuó con el intento de aplicar la Reforma gregoriana a pesar de la
voluntad contraria del rey”.
En
el caso de Moro, su vinculación fue con el movimiento humanista. Así, Mallafrè Gavaldà
afirma:
“El
Humanismo en Inglaterra se reduce prácticamente al primer tercio del s. XVI. Es
por tanto tardío y breve. Una generación de humanistas: Colet, Checke, Elyot,
William Lily, el mismo More, prolongada de alguna manera en Ascham o Mulcaster,
es el puente tendido entre la literatura medieval y los tiempos modernos. La
muerte de More puede servir de referencia de un cambio de orientación desde el
intelectual independiente al cortesano Spenser, desde unas notas de catolicismo
y universalismo a otras de protestantismo, nacionalismo e imperialismo propias de
la época elizabethana. More representa, condensado en él mismo, el movimiento
humanista inglés, del cual es el máximo exponente” (1984:19).
El 3 de junio de 1162 Becket fue elegido arzobispo de Canterbury y consagrado en la secular catedral inglesa.
Para sorpresa del rey Enrique II (quien había impulsado que Becket asumiera esa destacada función religiosa, pensando que le serviría desde allí), el ahora prelado decidió renunciar a su oficio de Canciller mayor a pesar de que legalmente podía compaginar ambos cargos. Según se afirma, la frase “un hombre no puede servir a dos señores” habría sido la lacónica respuesta bíblica que pronunció Becket ante un Rey que era fácil de enojarse (tal como lo interpretó magistralmente Peter O’ Toole en la película de 1966).
Factores
personales aparte, el enfrentamiento entre Becket y Enrique II tuvo dos puntos
principales de fricción: la negativa del Arzobispo a aceptar la política
impositiva propuesta por el Rey hacia la Iglesia y, sobre todo, la cuestión de
a quién correspondía la jurisdicción sobre los delitos y crímenes cometidos por
clérigos, conocida en la época como el problema de los “clérigos incriminados”
o “clérigos criminales”.
Si bien
se reconocía que había muchos abusos en el ámbito eclesiástico, no obstante,
Becket era reticente a la intromisión del ámbito civil, expresado en el monarca.
Así, en enero
de 1164, cuando en el concilio de Clarendon (Wiltshire), Enrique II, con la
anuencia (libre o bajo presión) del estamento eclesiástico, aprobó los
dieciséis puntos del documento conocido como las Constituciones de Clarendon:
los crímenes cometidos por clérigos serían juzgados por tribunales laicos, como
lo habían sido en época de Enrique I, a la vez que se declaraba a las penas del
derecho canónico como inválidas para algunos miembros de la sociedad (sobre
todo, estaban exentos de excomunión todos los oficiales del Rey). Las rentas de
las sedes vacantes revertían también a la Corona, mientras que el Rey se
aseguraba el voto final en la designación de los arzobispos de mayor importancia.
Se dice que las Constituciones
de Clarendon fueron aprobadas
con el consentimiento verbal de Tomás Becket, pero ambas partes implicadas, rey
y prelado, sabían que sólo se trataba de un formulismo para finiquitar el
concilio, ya que el enfrentamiento sería directo desde entonces, al punto de
que Becket cruzó el Canal de la Mancha hacia Francia, para comenzar un exilio de seis años. Según
se dice, el conflicto entre el Arzobispo primado y el Rey dividió al mundo
occidental.
Al final, bajo
amenaza de sanciones papales llegaron a una reconciliación de compromiso y el 3
de noviembre de 1170, Tomás regresó a Inglaterra, y dos días después entró en
Canterbury. Pero tras excomulgar a algunos de los obispos y barones del rey,
Enrique se encolerizó de nuevo y, apoyado por sus partidarios, se negó a
devolver las propiedades eclesiásticas que había invadido.
Cuando Enrique escuchó, desde Normandía, que el Papa había puesto en incomunicación a los Obispos recalcitrantes por usurpar los derechos del obispo de Canterbury y que Tomás no los soltaría hasta que prometiesen obediencia al Papa, se encolerizó y dijo: “¿No hay nadie que me libre de este sacerdote turbulento?” Estas palabras motivaron (quizás motivado por una de las "iluminaciones" que el Rey había visto en la llamada Biblia de Winchester, en la escena de Saúl y sus laderos) a cuatro caballeros que le escucharon y decidieron tomar el asunto en sus manos y se dirigieron a la Catedral primada de Inglaterra. Era Adviento, en preparación a la Natividad de Jesús.
Mientras moría bajo los golpes, Tomás repetía los nombres de los arzobispos asesinados antes que él: San Denis, San Elphege de Canterbury. Entonces dijo: “En tus manos, Oh Señor, encomiendo mi espíritu”. Sus últimas palabras, según un testigo, fueron: “Muero voluntariamente por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia”.
El crimen causó indignación al
interior del cristianismo. El rey Enrique fue forzado a hacer penitencia
pública y construir el monasterio en Witham, Somerset.
Muchos
milagros ocurrieron después de la muerte del santo. En 10 años, se archivaron 703 milagros. Tomás Becket fue declarado
como santo por el Papa Alejandro III, dos
años después de su muerte. El traslado de sus reliquias a un nuevo y esplendoroso santuario
ocurrió en 1220 (7 de Julio) con la concurrencia, según se dice, de
gente de toda Europa. Un trovador español Alfonso Álvarez de
Villasandino le dedicó estos versos:
Estoria tenemos e canonizada
de Santo Thomás, a quien Dios bien quiso,
el alma del qual es en Paraíso,
donde por siempre será conservada;
en santa iglesia, madre consagrada,
su fijo, el Rey, a Dios non temiente,
mató este santo al altar serviente
de muerte cruel, muy arrebatada.
Por ende, su alma está condenada
con todos malos aconsejadores,
bive en tormentos sufriendo dolores,
en fuego infernal, terrible morada.
El caso Moro
Puesto
que los hechos vinculados con este caso son más conocidos, sigo aquí la
apretada síntesis de Madaria (2024), quien afirma:
“Como hombre político, a
Moro le preocupaban tres grandes cuestiones: en primer lugar, la paz entre los
príncipes cristianos, en una época en la que se alternaban intrigas, acuerdos y
conflictos entre personajes relevantes como Carlos V, Francisco I o Enrique
VIII; segundo, la unidad de la Cristiandad, con una Iglesia asechada por el
protestantismo que penetraba también en Inglaterra; y, por fin, ‘el gran asunto
del rey’, es decir, la intención de Enrique VIII de anular su matrimonio con
Catalina de Aragón para unirse con Ana Bolena. Los tres asuntos estaban entre
sí vinculados y Moro los enfrentó con prudencia, es decir, adecuando su visión
del mundo y de la vida a las diversas situaciones que se le fueron presentando
en ese complejo escenario político y religioso. (…) Tomás
Moro nunca fue al choque con la realidad. La realidad lo chocó a él. Cuando las
circunstancias lo acorralaron se mantuvo inquebrantable, firme en sus
convicciones (no sin previa y larga meditación), sin estridencias ni
sobreactuaciones. Ello sucedió en el desenlace del ‘asunto del rey’. Habiendo
ya dejado de ser Lord Canciller, luego de evitar por todos los medios
inmiscuirse en el asunto, Moro se negó a acompañar con su firma la Ley de
Sucesión [Act of Succession] y la Ley de Supremacía [Act of Supremacy], con las cuales Enrique VIII formalizaba su
ruptura con la Iglesia de Roma y se autoproclamaba cabeza de la iglesia de
Inglaterra. Moro obedecía al Rey, pero antes a Dios; mientras observaba a
prominentes hombres del clero tomar el camino inverso, exceptuando al obispo de
Rochester, John Fisher, y a algunos monjes cartujos. A esta altura, alejado del
poder, con su buena fama injuriada y hundido en la pobreza, la suerte de Moro
estaba echada. Fue encarcelado, juzgado y decapitado. El ‘loco’ elogiado por
Erasmo perdía la cabeza”.
Este dramático desenlace, tras 14 meses de prisión en la Torre de Londres (en aquella época arsenal y prisión), tuvo lugar en el cual un 6 de julio de 1535, en la víspera del martirio de Becket, como Moro le había dicho en su carta a su higa Meg, su favorita. Aun en el patíbulo y a un paso de la entrada en la eternidad, al ex Lord Canciller de Inglaterra no le faltó su proverbial sentido del humor.
En 1538, cuando Enrique VIII, ese “megalómano ‘defensor de la fe’ ” (Bouyer, 1986) proclamó la superioridad del Rey sobre el Papa, la tumba de Becket fue destruida, dentro de la política de desmantelamiento de santuarios católicos efectuada por el fundador de la iglesia anglicana. Para preservar los restos de su amado padre, Margaret guardó la cabeza de Moro hasta que fue enterrada en la cripta de los Roper en Saint Dunstan de Caterbury.
Cuando
en el año 2000, el Papa Juan Pablo II declaró a Moro como “patrono de los
hombres de gobierno”, se recordó que había sido canonizado en 1935 por Pío XI y
que desde 1980 “su nombre figura también en el martirologio anglicano”. Se mencionaron también sus
últimas palabras: “Muero como buen siervo del Rey, pero sobre todo como siervo
de Dios”, considerando que su testimonio y su legado constituyen un “gran ideal para todos los que dedican su
vida a servir al bien común”.
Concluyo este texto con las palabras de Benedicto XVI en el Westminster Hall, en el marco de su visita apostólica al Reino Unido (2010). El discurso fue significativo no solamente por el contenido, sino por el simbolismo de que fueron pronunciadas por un Papa en el mismo lugar donde Moro fue llevado en barca desde la Torre de Londres el 1° de julio de 1535, para ser juzgado por su defensa de la supremacía del papado y la libertad de conciencia:
“Al hablarles en este histórico
lugar, pienso en los innumerables hombres y mujeres que durante siglos han
participado en los memorables acontecimientos vividos entre estos muros y que
han determinado las vidas de muchas generaciones de británicos y de otras
muchas personas. En particular, quisiera recordar la figura de Santo Tomás
Moro, el gran erudito inglés y hombre de Estado, quien es admirado por
creyentes y no creyentes por la integridad con la que fue fiel a su conciencia,
incluso a costa de contrariar al soberano de quien era un ‘buen servidor’, pues
eligió servir primero a Dios. El dilema que afrontó Moro en aquellos tiempos
difíciles, la perenne cuestión de la relación entre lo que se debe al César y
lo que se debe a Dios, me ofrece la oportunidad de reflexionar brevemente con
ustedes sobre el lugar apropiado de las creencias religiosas en el proceso
político. (…) Con todo, las cuestiones fundamentales
en juego en la causa de Tomás Moro continúan presentándose hoy en términos que
varían según las nuevas condiciones sociales. Cada generación, al tratar de
progresar en el bien común, debe replantearse: ¿Qué exigencias pueden imponer
los gobiernos a los ciudadanos de manera razonable? Y ¿qué alcance pueden
tener? ¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? Estas
cuestiones nos conducen directamente a la fundamentación ética de la vida
civil. Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se
rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se
presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la
democracia. (…)”
En línea con las
ideas que había expresado unos años antes en su famoso diálogo en la Academia Bávara
con Jürgen Habermas (en 2004) sobre los fundamentos pre-políticos del Estado Constitucional
de Derecho, Benedicto XVI señaló:
“Así que, el
punto central de esta cuestión es el siguiente: ¿Dónde se encuentra la
fundamentación ética de las deliberaciones políticas? (…) La tradición católica
mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son
accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la Revelación. En este
sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar
dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún
proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la
competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e
iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales
objetivos. Este papel “corrector” de la religión respecto a la razón no siempre
ha sido bienvenido, en parte debido a expresiones deformadas de la religión,
tales como el sectarismo y el fundamentalismo, que pueden ser percibidas como
generadoras de serios problemas sociales. Y a su vez, dichas distorsiones de la
religión surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador
y vertebrador de la razón respecto a la religión. Se trata de un proceso en
doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser
también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o
se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la
dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo
que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales,
en particular la difusión de las ideologías totalitarias del siglo XX. Por eso
deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe —el mundo de la
racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas— necesitan uno de
otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por
el bien de nuestra civilización.”
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