Ignacio de Loyola: “que a todos quieran ayudar”


Por Aníbal Germán Torres

“Por Cristo, con Él y en Él”

Una vez más se celebra la fiesta de Ignacio de Loyola. Entre las biografías contemporáneas no se ponen muy de acuerdo si el célebre fundador de la Compañía de Jesús comenzó su itinerario “solo y a pie” (Ignacio Tellechea) o si más bien “nunca” iba “solo” (José María Rodríguez Olaizola) por los caminos de Dios. Desde su Autobiografía, producto de las conversaciones en Roma con Luis Goncalves da Camara, se entiende que históricamente es correcta la primera expresión, aunque la segunda es acertada en términos espirituales-existenciales. Tomando otra perspectiva, más profunda podríamos decir, se nos invita a contemplarlo desde los “éxodos” y los “éxtasis” que atravesó, descubriendo que el Peregrino (como se llamaba a sí mismo Ignacio) comprendería paulatinamente que Tierra Santa no era el lugar geográfico que se denomina como tal y en el cual debía residir imitando y siguiendo a Jesús pobre, humilde y humillado, sino más bien el mundo entero, habitado por Él (Javier Melloni).

Íñigo, oriundo del país vasco, nació en 1491, poco tiempo antes del “descubrimiento” de América por los europeos. A lo largo de sus 65 años de vida, asistiría a la transición entre la Edad Media y la Edad Moderna, con los consecuentes cambios políticos, económicos e incluso religiosos. Su doble conversión (en la casa-torre paterna y en la cueva de Manresa) es de ejemplo para muchos, pues la bala de cañón que le destrozó la pierna (y el narcisismo) en el combate de Pamplona en 1521 y los infiernos personales a los que descendió en su vida eremítica en 1522-1523 (liberado tras la iluminación acaecida en el río Cardoner), son arquetipos para un sinnúmero de biografías de las personas de a pie, dado que su experiencia mezcla lo espiritual, lo psíquico y lo cultural. En su ponderación, distinción o discernimiento de espíritus, descubriría que hay que alimentar al lobo bueno de las consolaciones (si tenemos en cuenta su blasón familiar) y no al lobo malo de las desolaciones, o, como plasmaría en el lenguaje de caballería en algunas partes de sus famosos Ejercicios Espirituales, optar por la bandera que levanta Jesús “nuestro sumo capitán y Señor” y no el estandarte del maligno “enemigo de toda naturaleza humana”. Contamos en ese combate con la ayuda de “Nuestra Señora” para que nos haga elegir bien. Fue ante ella, en su advocación de la Virgen de Monserrat, la “moreneta”, ante quien Íñigo literalmente se desarmó. Ella sería la Madre que no llegó a conocer y la mujer que no llegó a desposar (Cf. Melloni)  

Es en esta famosa meditación de las “dos banderas” donde insertó en el sermón de Jesús la frase que utilizo para el título de estas humildes líneas (Cf. EE 146). Excepto por los intercambios con benedictinos y cartujos (sus experiencias con franciscanos y dominicos fueron menos felices, aunque admirara a San Francisco y a Santo Domingo) y con algunas damas con las que conversaba “familiarmente” de las cosas divinas, Ignacio estuvo solo en los primeros y fundantes momentos de su recorrido. De ahí la insistencia de plasmar en su peculiar librito-códice (Cf. Leonardo Castellani) las formas de ayudar a otros, lo que primero se llamó dirección espiritual y, en términos más contemporáneos y respetuosos de la autonomía personal, acompañamiento espiritual, en el cual siempre hay que tratar de salvar “la proposición del prójimo” o, si corresponde, “corregir con amor” (EE 22). Porque si se quiere ir rápido se va solo, pero si se quiere ir seguro, se va acompañado. Esta regla aplica para la vida cotidiana pero también para los senderos de la vida espiritual y comunitaria. Caminos que suponen que quien se adentre en ellos tenga cierta disciplina, haga “ejercicios”, pero sin olvidar el primado de la gracia, que es lo que los vuelve “espirituales”. Frente a la espiritualidad del voluntarismo perfeccionista o de la aceptación pasiva, Ignacio dio testimonio elocuente de una espiritualidad de la integración de polos opuestos que se resuelven en una instancia superadora, armonizando el deseo más profundo y expansivo con la obediencia a la realidad y sus límites (Cf. Melloni).

Luego de varias peripecias, de intentar fallidamente construir comunidad con algunos compañeros y de sortear las sospechas de la Inquisición (que en aquel entonces estaba preocupada por los casos de los “alumbrados”, es decir, quienes prescindían de las mediaciones), el peregrino se dirigió a París, por la necesidad de estudiar, de formarse académicamente, para darle mayor robustez a sus Ejercicios Espirituales (que siempre que podía se las ingeniaba para dar uno a uno). De hecho se afirma que el famoso “Principio y Fundamento” (EE 23) lo escribió a partir de su experiencia parisina, con un estilo más refinado, menos tosco, para quien fuera llamado “el más aburrido de los místicos del siglo XVI”, si se lo compara con Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, dos glorias de la poesía mística española.

Fue en París donde obtendría el título de “doctor en Artes” (cambiando además su nombre por Ignacio) y donde conocería a lo que luego se llamarían los “primeros compañeros”, creciendo en amistad y haciendo votos en Montmartre en 1534, poniendo así los cimientos de lo que luego llegaría a ser la aprobación papal de la Compañía de Jesús en 1540. En medio de esto Ignacio volvió brevemente a su tierra natal vasca (regreso que no fue regresión), luego se reunió con sus compañeros en Venecia y posteriormente el grupo, que iba aumentando, se trasladó a Roma, ciudad que para el Peregrino significaría el final de sus traslados geográficos pero donde aumentarían sus éxtasis interiores, ayudando a que el Espíritu se encarnara en el cuerpo, es decir, en la Compañía (Cf. Agustín Rivarola). Para esto contaría con la colaboración de sus dos más estrechos asistentes: Juan de Polanco y Jerónimo Nadal, con quienes compartía, por así decirlo, la “mesa chica” del gobierno de la naciente familia jesuita, que cada vez se ampliaba más (en vida de Ignacio los “compañeros” pasaron de 7 a 1000). Por las diferentes nacionalidades, lenguas y culturas de origen de sus miembros, el “Padre Maestro Ignacio”, cuyas misas diarias se prolongaban por unas tres horas, pondrá el acento en la necesidad de la “unión de los ánimos”, de lograr la unidad en la diversidad, algo que solamente el Espíritu del Señor puede lograr, con la ayuda de quienes acogen sus mociones.             

En el largo itinerario de la Compañía posterior a la muerte de Ignacio, no faltarían luces y sombras, como en todo lo humano. Cierto involucramiento no del todo prudente en los ámbitos de la política (de las confesiones de Reyes en las Cortes europeas hasta la participación en movimientos revolucionarios), un estilo elitista reflejado en parte de la pastoral educativa (aunque de excelencia), ciertos aires de superioridad sobre las demás familias religiosas dentro de la Iglesia y a veces un excesivo apego a la “letra” de Ignacio antes que a su “música” (Cf. Toni Catalá), han convivido con las épicas misiones hacia los cuatro puntos cardinales del globo, sobresaliendo las experiencias en Oriente (con grandes figuras como Francisco Javier y Mateo Ricci) y en América del Sur (con las reducciones guaraníticas), además del compromiso  con la praxis para transformar las estructuras de pecado a partir de la inculturación del Evangelio y la evangelización de las culturas, adaptándose a “tiempos, lugares y personas”, y el involucro en las pastorales de acogida (los pobres, los refugiados y migrantes, las minorías étnicas y sexuales, etc.). 

Al igual que cada uno y cada una, la Compañía también tuvo, tiene y tendrá que discernir cuáles son las preferencias apostólicas por las cuales optar, avanzando en la dirección de encarnar, de historizar, lo que Dios le pide en cada momento, mediado por la voluntad del Papa, según el famoso cuarto voto de los jesuitas. Para eso, cuenta la familia espiritual de Loyola (y todos los que nos sentimos de alguna forma sus amigos y compañeros de camino) con el testimonio vital de Ignacio, aquel que nunca dejó de ser un “cristiano popular” (como recordaba Víctor Codina a partir de Nadal) que sentía con la Iglesia (a veces a pesar de ella) e integraba armónicamente el magis con el minus, la potencia de Dios con su kénosis, su vaciamiento. Desde este rincón de América Latina, región donde el pueblo-pobre-trabajador-descartado parece vivir una larga tercera semana de pasión del Señor (Cf. Emilce Cuda; Cf. Codina), vaya esta memoria agradecida para el benjamín de los Loyola, ese “genial estratega del Reino” (al decir de Francisco, el Papa jesuita), ese cuarto “maestro de la sospecha” (junto con Marx, Freud y Nietzsche, como le gustaba decir a Juan Carlos Scannone y otros), ese “contemplativo en la acción” (Nadal) que nos invita siempre a des-centrarnos, a ganar en lucidez, libertad y compasión para que nosotros y nuestros pueblos tengamos vida y vida en abundancia (Cf. Juan 10, 10). 

-AMDG-   

 

(*) Doctor en Ciencia Política. Profesor universitario.

E-mail: anibalgtorres@gmail.com

     

 

  

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